El contrato Kov ' a

Capítulo 8

El dolor fue lo primero que me dio la bienvenida al mundo de los vivos.

​No fue un dolor agudo, sino un latido sordo y profundo que parecía residir en cada centímetro de mi piel, en la base de mi columna y, sobre todo, en mi conciencia. Abrí los ojos con dificultad, sintiendo los párpados pesados, como si hubiera llorado durante un siglo.

​La luz de la mañana se filtraba a través de las cortinas grises del departamento, una luz pálida y cruel que no ofrecía consuelo. Me encontraba sola en la inmensa cama King Size. Las sábanas, que alguna vez fueron de un gris inmaculado, estaban revueltas, convertidas en un nudo caótico que testificaba la batalla de la noche anterior.

​Traté de sentarme, pero un gemido involuntario escapó de mis labios. Mi cuerpo se sentía extraño, ajeno. Era una mezcla de agotamiento muscular y una sensibilidad extrema en la piel.

​Miré hacia el lado de Damián. Estaba vacío. La almohada estaba fría al tacto, lo que significaba que llevaba tiempo levantado. Sin embargo, su presencia seguía allí. El aroma a sándalo, menta y esa feromona masculina y oscura impregnaba el aire, asfixiándome incluso en su ausencia.

​Los recuerdos me golpearon de golpe, como una marea violenta.

​El club. Las luces rojas. La mirada de terror de Zian. El sonido de su nariz rompiéndose contra el ladrillo.

Zian.

​El pánico me inyectó una dosis de adrenalina que ignoró mi dolor físico. Me incorporé de golpe, ignorando el mareo. Necesitaba mi teléfono. Necesitaba saber si estaba vivo, si estaba en un hospital, si me odiaba.

​Busqué frenéticamente en la mesita de noche. Nada.

Revisé bajo las almohadas. Nada.

Miré en el suelo, donde mi ropa de la noche anterior —los pantalones de cuero y la blusa de seda granate rasgada— yacían en un montón triste y destruido.

​No había rastro de mi móvil.

​—Maldita sea —susurré, mi voz sonando ronca, rota.

​Me envolví en la sábana superior, sintiendo el roce de la tela contra mi piel sensible, y me arrastré hacia el baño. Necesitaba ver mi reflejo. Necesitaba lavarme la sensación de sus manos, aunque en el fondo sabía que lo que había ocurrido anoche no se quitaba con agua y jabón.

​Entré al baño principal. Era una sala de mármol blanco y negro, tan grande como mi antiguo dormitorio, llena de espejos.

​Cuando levanté la vista hacia el cristal, el aire se me quedó atascado en la garganta.

​La mujer que me devolvía la mirada parecía haber sobrevivido a un naufragio. Tenía el cabello enmarañado, los ojos hinchados y los labios enrojecidos e inflamados. Pero lo que me heló la sangre no fue mi rostro. Fue mi cuello.

​Un collar de marcas púrpuras y rojizas adornaba mi piel, desde la base de la mandíbula hasta la clavícula. Eran moretones. Chupetones violentos. Mordidas.

​Damián no solo me había tocado; me había marcado como se marca al ganado. Había dejado un mensaje visible para cualquiera que se atreviera a mirarme: Propiedad Privada.

​Bajé la sábana un poco más. Había marcas de dedos en mis brazos, sombras oscuras donde él me había sujetado con fuerza excesiva. Y en mi cintura...

​Las lágrimas volvieron a brotar, calientes y vergonzosas. Lloré no solo por el dolor, sino por la traición a mí misma. Porque en medio del terror de anoche, en medio de su furia, mi cuerpo había respondido. Había gemido su nombre. Había arqueado la espalda. Había encontrado placer en su oscuridad, y esa verdad me hacía sentir más sucia que cualquier otra cosa.

​—Veo que ya estás despierta.

​La voz vino desde la puerta. Di un respingo tan fuerte que casi resbalo en el suelo de mármol.

​Damián estaba allí.

​Llevaba un pantalón de vestir negro y una camisa blanca impoluta, arremangada hasta los codos, dejando ver los tendones de sus antebrazos y el costoso reloj en su muñeca izquierda. Estaba peinado, afeitado, fresco. Parecía un dios intocable, un contraste obsceno con el desastre tembloroso que era yo.

​Sostenía una bandeja de plata en las manos.

​—¿Dónde está mi teléfono? —exigí, aunque mi voz salió como un graznido débil. Me ajusté la sábana con fuerza contra el pecho.

​Damián entró al baño con paso tranquilo, ignorando mi pregunta y mi hostilidad. Dejó la bandeja sobre la encimera de mármol. Había un vaso de agua, dos pastillas blancas y un plato con fruta cortada.

​—Tómate esto. Es para el dolor muscular y la cabeza —dijo, señalando las pastillas. Su tono era neutro, casi clínico.

​—No quiero tus drogas. Quiero mi teléfono. Quiero saber cómo está Zian.

​Ante la mención del nombre, la mandíbula de Damián se tensó, el único indicio de que la bestia seguía allí, acechando bajo la piel del empresario perfecto.

​—Tu teléfono se cayó en el club. Se rompió —mintió. Lo sabía. Sabía que mentía por la facilidad con la que lo dijo—. Y sobre el chico... está vivo. Eso es todo lo que necesitas saber.

​—¿Vivo? —Mi voz se quebró—. Damián, le rompiste la cara. Lo escuché. Necesito llamarlo, necesito explicarle...

​Damián se giró hacia mí con una velocidad letal. En dos pasos, acortó la distancia y me acorraló contra el lavabo. No me tocó, pero sus brazos se apoyaron en el mármol a cada lado de mi cuerpo, enjaulándome.

​—No vas a explicarle nada —susurró, inclinándose hasta que sus ojos grises quedaron a la altura de los míos. Estaban fríos, vacíos de arrepentimiento—. Si lo llamas, si intentas verlo, si siquiera pronuncias su nombre fuera de estas paredes... terminaré lo que empecé anoche. Y esta vez no habrá súplicas que lo salven. ¿Entendido?

​Me encogí, temblando. El odio ardía en mi pecho, mezclado con el miedo.

​—Eres un monstruo.

​—Soy el hombre que te mantiene a salvo de tus propios errores —corrigió él. Luego, su mirada bajó a mi cuello, recorriendo las marcas púrpuras que él mismo había creado. Su expresión cambió. La dureza en sus ojos se suavizó, reemplazada por algo más oscuro, algo posesivo y extrañamente... reverente.




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