El contrato Kov ' a

Capítulo 9

El día pasó con la lentitud de una gota de miel cayendo por un frasco. Damián cumplió su palabra: no hubo universidad, no hubo llamadas, no hubo mundo exterior. Solo el silencio opresivo del ático y nosotros dos orbitando el uno alrededor del otro como satélites a punto de colisionar.

​Cuando la ciudad se encendió fuera de los ventanales, marcando la llegada de la noche, el hambre física finalmente superó al nudo en mi estómago.

​—Vamos a cenar —anunció Damián, cerrando la laptop desde la que había estado dirigiendo su imperio criminal durante las últimas cuatro horas.

​Me encontraba en el sofá, fingiendo leer un libro de arte que había sacado de su estantería, aunque llevaba una hora en la misma página.

​—No tengo hambre —mentí.

​—Aris, no has comido nada desde ayer al mediodía. —Se levantó y caminó hacia la cocina—. Y no voy a tener una prometida desmayada. Levántate. Vamos a cocinar.

​—¿Vamos? —pregunté, arqueando una ceja. La idea de Damián Kova, el "Cazador", con un delantal, era tan absurda que casi me hizo reír.

​—El servicio no viene por la noche. Y no quiero extraños aquí hoy. Así que... sí. Vamos.

​Me levanté a regañadientes, arrastrando los pies con mis calcetines de cachemira.

​La cocina era un laboratorio de alta tecnología. Damián sacó ingredientes del refrigerador industrial: carne, verduras, una botella de vino tinto que parecía costar más que la matrícula de mi semestre.

​—Corta las verduras —me ordenó, deslizándome una tabla de madera y un cuchillo japonés que brillaba peligrosamente bajo las luces led.

​Lo miré fijamente.

​—¿Me estás dando un cuchillo? —pregunté, con un tono mordaz—. ¿Después de lo de anoche? ¿No tienes miedo de que te lo clave?

​Damián se detuvo. Me miró, y una sonrisa lenta y oscura curvó sus labios. Se acercó a mí, ignorando el espacio personal, hasta que su pecho rozó mi hombro.

​—Inténtalo —susurró cerca de mi oído—. Me gusta cuando sacas las garras. Pero te advierto: si juegas con armas, asegúrate de saber usarlas. Porque yo siempre devuelvo el golpe.

​Tragué saliva y bajé la vista al cuchillo. La tensión sexual y el peligro eran una mezcla embriagadora. Comencé a cortar pimientos con más fuerza de la necesaria, imaginando que eran su ego.

​Cocinamos en un silencio extraño. Él se encargaba de la carne con una precisión quirúrgica. Yo me encargaba de la guarnición. El sonido del aceite chisporroteando y el cuchillo golpeando la madera llenaban el vacío. Por un momento, si entrecerrabas los ojos, parecíamos una pareja normal. Una pareja que no estaba unida por un contrato, deudas de juego y moretones en el cuello.

​Esa ilusión dolía más que la realidad.

​Nos sentamos a comer en la barra de la cocina, no en la mesa formal. Damián sirvió dos copas de vino.

​—Bebe —dijo—. Te ayudará a soltar los músculos.

​Tomé un sorbo largo. El vino era espeso, oscuro y delicioso. El calor bajó por mi garganta y se asentó en mi estómago.

​Damián comía con calma, observándome. Siempre observándome.

​—¿Por qué lo haces? —preguntó de repente, rompiendo el silencio.

​Dejé el tenedor sobre el plato.

​—¿Hacer qué?

​—Sacrificarte por él. Por Mateo. —Damián hizo girar el vino en su copa, mirando el líquido rojo sangre—. Entiendo la lealtad familiar, Aris. Es la base de mi negocio. Pero lo tuyo... lo tuyo es martirio. Tu hermano es un jugador, un adicto al riesgo y un inútil financiero. Y tú, la estudiante brillante con un futuro en el diseño, estás aquí, encadenada a mí, pagando sus platos rotos.

​Sentí una punzada defensiva en el pecho.

​—Es mi hermano mayor.

​—Es un parásito —corrigió él con frialdad—. Y tú eres el huésped.

​—No hables así de él. No lo conoces. Mateo... él siempre tuvo mucha presión.

​—¿Presión? —Damián soltó una risa seca—. ¿Crees que tú no tienes presión? Mírate.

​—Es diferente —insistí, sintiendo que las palabras salían atropelladas, alimentadas por el vino y el cansancio—. Mis padres... ellos apostaron todo a Mateo. Él era el primogénito. El hombre. El genio. Se suponía que él nos sacaría adelante, que sería el gran empresario. Yo... yo solo era la niña. La que debía casarse bien o ser maestra.

​Miré mi copa, sintiendo el peso de años de expectativas familiares aplastándome.

​—Cuando Mateo empezó a fallar... cuando dejó la carrera, cuando empezaron las deudas... vi cómo se le rompía el corazón a mi madre. Vi a mi padre envejecer diez años en un mes. —Alcé la vista hacia Damián, mis ojos ardiendo—. Alguien tenía que ser el pilar. Alguien tenía que sostener el techo antes de que se nos cayera encima. Mateo no podía. Él es... frágil. Así que me tocó a mí.

​—Así que te convertiste en la madre de tus padres y en la salvadora de tu hermano —concluyó Damián. Su voz no tenía burla esta vez. Había algo más. ¿Comprensión?

​—Si no lo hacía yo, ¿quién? —pregunté en un susurro—. Soy la responsable, Damián. Siempre lo he sido. Es mi rol. Arreglar lo que ellos rompen.

​Damián dejó su copa sobre el mármol con un golpe suave. Se inclinó hacia adelante, invadiendo mi campo visual.

​—Te equivocas, Aris. No eres un pilar. Eres una muleta. —Sus palabras fueron duras, pero su tono era extrañamente suave—. Mientras sigas limpiando sus desastres, él nunca aprenderá a caminar. Y tú te vas a romper la espalda cargando un peso que no te corresponde.

​—Mira quién habla —repliqué, atacando para defenderme—. Tú vives bajo la sombra de tu padre. Haces todo lo que él dice. Te casaste conmigo por una inversión suya.

​La temperatura en la cocina bajó instantáneamente. Toqué un nervio.

​Damián se pasó la lengua por los dientes, evaluando si debía matarme o responderme.

​—Yo no vivo bajo su sombra, Aris. Yo soy la sombra. —Se levantó, caminó hasta mi lado de la barra y giró mi taburete para que quedara frente a él. Puso sus manos en mis rodillas, un gesto posesivo que me ancló al sitio—. Mi padre me enseñó que el amor es una transacción. Me das resultados, te doy aprobación. Fallas, y te conviertes en un pasivo.




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