El contrato Kov ' a

Capítulo 11- Poder

El motor del coche rugió mientras subíamos por las carreteras serpenteantes que llevaban a las colinas de Silver Heights, la zona más exclusiva y elevada de la ciudad. A medida que ascendíamos, las luces de la metrópolis se iban quedando abajo, convirtiéndose en un mar de diamantes fríos y distantes.

​Damián conducía con una mano en el volante y la otra descansando sobre mi muslo, un toque constante y pesado que me recordaba a quién pertenecía. No había música. Solo el sonido del viento golpeando contra el chasis blindado y mi propia respiración agitada.

​—¿A dónde vamos? —pregunté, rompiendo el silencio.

​—A ver tu futuro —respondió él, sin apartar la vista de la carretera oscura.

​Llegamos a un mirador privado, una explanada de asfalto bordeada por una barandilla de acero que daba al vacío. No había nadie más. Solo nosotros, el coche, y la inmensidad de la ciudad a nuestros pies.

​Damián apagó el motor. El silencio cayó de golpe, absoluto y abrumador.

​—Bájate —dijo.

​Salí al aire gélido de la noche. El viento me golpeó la cara, desordenando mi cabello, pero la adrenalina que aún corría por mis venas desde el incidente con Marcos me mantenía caliente. Caminé hasta el borde del mirador. La vista era espectacular. Desde aquí arriba, los problemas parecían pequeños. La universidad, las deudas de Mateo, los juicios de mis padres... todo se veía insignificante.

​Sentí el calor de Damián a mi espalda antes de que me tocara. Se pegó a mí, rodeando mi cintura con sus brazos, apoyando su barbilla en mi hombro.

​—¿Qué ves? —susurró cerca de mi oído.

​—Luces. Edificios. —Suspiré—. Caos.

​—Yo veo un tablero de ajedrez —corrigió él—. Y allá abajo, Aris, tú siempre has sido un peón. Moviéndote donde te decían, sacrificándote para proteger al Rey, que en tu caso es tu hermano inútil.

​Me tensé, pero él apretó el abrazo, impidiéndome alejarme.

​—Hoy, en el pasillo de la universidad, dejaste de ser un peón. Te convertiste en la Reina. Y una Reina no camina. Una Reina no pide permiso. Y, sobre todo, una Reina no depende de nadie.

​Damián me soltó y se metió la mano en el bolsillo interior de su saco. Sacó algo pequeño y brillante.

​Me lo puso en la mano.

​Estaba frío y pesado.

​Bajé la vista.

​Era una llave. Pero no una llave cualquiera. Era una llave electrónica, negra mate, con un escudo plateado que reconocí al instante.

​—¿Qué es esto? —pregunté, frunciendo el ceño.

​Damián señaló hacia la oscuridad, al otro lado de la explanada. Presionó un botón en su propio llavero y, de repente, unos faros led agresivos se encendieron en la penumbra, iluminando las curvas de un vehículo que estaba aparcado allí, esperándonos.

​Era un Porsche 911 Turbo S. Negro. Completamente negro. Llantas negras, cristales tintados. Parecía una bestia agazapada lista para atacar.

​—Es tuyo —dijo Damián con simplicidad.

​Me quedé boquiabierta. El coche costaba más que la casa de mis padres. Más de lo que yo ganaría en diez vidas como diseñadora.

​—Damián... estás loco. No puedo aceptar esto.

​—No es una sugerencia. Es tuyo. —Caminó hacia el coche y abrió la puerta del conductor—. Pero el coche es solo el envoltorio. El verdadero regalo está en la guantera. Ábrela.

​Mis piernas se movieron solas. Me acerqué al Porsche, hipnotizada por el olor a cuero nuevo y cera. Me senté en el asiento del conductor, que parecía abrazarme, y abrí la guantera.

​Había una carpeta de cuero negro.

​La saqué y la abrí. Dentro había documentos legales. Extractos bancarios. Y una tarjeta de crédito negra con mi nombre grabado en letras plateadas: ARIS HALLOWAY.

​Leí la cifra del saldo en el primer documento y casi se me cae la carpeta.

​—Damián... —Mi voz era un hilo—. Aquí hay... esto es una fortuna. Es demasiado dinero.

​Él se apoyó en el marco de la puerta abierta, mirándome desde arriba con esa satisfacción depredadora.

​—Es tu sueldo —dijo encogiéndose de hombros—. Te contraté por tres meses, ¿no? Este es el pago por adelantado. Y un bono por... desempeño.

​—Esto no es un sueldo —repliqué, sintiendo una mezcla de náuseas y fascinación—. Esto es soborno. ¿Qué intentas hacer? ¿Comprarme? Ya firmé el contrato, Damián. No necesitas pagarme por... por lo que hacemos.

​Damián dejó de sonreír. Se inclinó hacia dentro del coche, invadiendo mi espacio, y puso una mano sobre la carpeta, sobre mis rodillas.

​—No te estoy comprando, Aris. Te estoy liberando.

​—¿Qué?

​—Piensa —dijo, sus ojos grises clavados en los míos—. ¿Por qué aguantas las llamadas llorosas de tu madre? ¿Por qué soportas la culpa de tu hermano? Porque te necesitan. Porque su supervivencia depende de tu sacrificio. Ellos te controlan a través de la deuda y la necesidad.

​Golpeó la carpeta con el dedo índice.

​—Con esto, esa cadena se rompe. Puedes pagar sus deudas mañana mismo si quieres. Puedes comprarles una casa y no volver a verlos nunca. O puedes dejar que se ahoguen. Ya no es una obligación, Aris. Es una elección.

​—Pero... —Intenté procesarlo. La idea era vertiginosa.

​—Te estoy dando los medios para que nadie, nunca más, pueda decirte qué hacer. Ni tus padres. Ni el banco. Ni la universidad. —Se acercó más, hasta que sus labios rozaron mi mejilla—. A partir de hoy, solo respondes ante una persona.

​Su mano subió desde mi rodilla hasta mi garganta, un toque suave pero posesivo.

​—Ante mí.

​Lo entendí entonces. La brillantez retorcida de su plan.

​Damián no me estaba dando independencia. Me estaba cortando las amarras con mi mundo anterior. Si aceptaba esto, si usaba este dinero y este coche, ya no sería la hija sacrificada de los Halloway. Sería una creación de Damián Kova. Me estaba elevando a su nivel para que no pudiera volver a bajar al mío.

​Era una trampa. Pero era una trampa hermosa, lujosa y poderosa.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.