El Porsche 911 Turbo S negro se deslizaba por las calles de mi antiguo vecindario como una nave espacial aterrizando en un planeta en ruinas.
El contraste era obsceno. El cuero del volante bajo mis dedos era suave y cálido; el asfalto bajo las ruedas estaba agrietado y lleno de baches. Pasé por delante de la panadería donde solía comprar, del parque con los columpios oxidados, y sentí... nada.
Ni nostalgia. Ni cariño. Solo una distancia clínica, como si estuviera viendo una película de la vida de otra persona.
Giré en la calle de mis padres. Las casas eran adosadas, con pintura descascarada y jardines descuidados. Aparqué el coche frente a la puerta número 42. El motor rugió una última vez antes de quedar en silencio.
Me quedé un momento dentro, protegida por los cristales tintados. Me retoqué el labial rojo oscuro en el espejo retrovisor. Mis ojos me devolvieron una mirada que no era la de la hija pródiga. Eran los ojos de la prometida de Kova.
—Hazlo —me ordené a mí misma.
Salí del coche. El aire olía a humedad y a cena barata. Mis tacones de suela roja golpearon la acera rota con autoridad.
No toqué el timbre. Aún tenía mi llave vieja, aunque se sentía extraña en el llavero junto a la del Porsche y la tarjeta magnética del ático. Abrí la puerta.
El interior de la casa estaba en penumbra. La televisión estaba encendida a todo volumen.
—¿Mamá? ¿Papá? —llamé.
Mi madre salió de la cocina, secándose las manos en un trapo viejo. Se detuvo en seco al verme. Sus ojos recorrieron mi abrigo de diseño, mi bolso de marca y mi postura erguida.
—¿Aris? —preguntó, como si no estuviera segura—. Hija, ¿qué...? Te ves... diferente.
—Hola, mamá. —Mi voz salió carente de emoción.
Mi padre apareció desde el salón, arrastrando los pies. Se veía más viejo que la última vez. El estrés de las deudas lo estaba consumiendo.
—Aris —dijo él, mirando hacia la ventana—. ¿Ese coche de afuera es tuyo? Los vecinos están mirando.
—Venid a la mesa. Tengo que hablar con vosotros.
No esperé respuesta. Caminé hacia la mesa del comedor, aparté unos periódicos viejos y me senté. Ellos me siguieron, dóciles, intimidados por esta nueva versión de su hija.
Saqué la carpeta de cuero negro que Damián me había dado. De ella, extraje un cheque bancario.
Lo deslicé sobre el hule pegajoso de la mesa.
—Aquí tenéis —dije.
Mi padre tomó el papel con manos temblorosas. Se ajustó las gafas. Cuando leyó la cifra, soltó el aire de golpe.
—Dios santo... —susurró mi madre, mirando por encima de su hombro—. Aris, esto es... con esto pagamos la hipoteca. Y el préstamo del banco. Y... sobra.
—Sobra para que Mateo empiece de cero, si es que decide hacer algo con su vida —aclaré fríamente—. Y sobra para que viváis tranquilos.
Mi madre empezó a llorar. Eran lágrimas de alivio, pero me irritaron.
—¿Cómo has conseguido esto? —preguntó mi padre, mirándome con una mezcla de gratitud y sospecha—. ¿Es de ese... ese hombre? ¿Kova?
—Es mi dinero, papá. Es el precio de mi trabajo.
—¿Trabajo? —La voz vino desde la escalera.
Alcé la vista.
Mateo estaba allí.
Se veía terrible. Tenía ojeras oscuras, estaba pálido y llevaba la misma ropa sucia de hace días. Bajó las escaleras con una energía nerviosa, sus ojos inyectados en sangre fijos en el cheque que mi padre sostenía.
—¿Trabajo? —repitió Mateo, soltando una risa amarga—. Vamos, Aris. No nos tomes por idiotas. Sabemos quién es Kova. Sabemos lo que hace. Y sabemos lo que tú haces para él.
—Mateo, cállate —advirtió mi padre, pero no soltó el cheque.
Mateo ignoró a mi padre y caminó hacia mí. Rodeó la mesa como un animal hambriento.
—¿Te estás acostando con él, verdad? —escupió—. Te vendiste. La santita de la familia se abrió de piernas para el mafioso para salvarnos el pellejo. ¿Cuánto vales, hermanita? ¿Ese coche de afuera es parte del pago?
Me quedé sentada, inmóvil. La vieja Aris se habría levantado, habría gritado, habría llorado defendiendo su honor.
La nueva Aris recordó las palabras de Damián. Una reina no se justifica.
—El coche es mío, Mateo —dije con calma—. Y el dinero también. Deberías dar las gracias. Acabo de limpiar tu desastre. Otra vez.
Mateo golpeó la mesa con el puño, haciendo saltar el cheque.
—¡Yo no te pedí nada! —gritó, su orgullo herido disfrazándose de ira—. ¡No necesito tu caridad sucia!
—Sí la necesitas —repliqué, levantándome despacio. A pesar de que él era más alto, me sentí gigante a su lado—. Porque sin mí, estarías en la cárcel o muerto en una zanja. Damián quería romperte las piernas, Mateo. Yo fui lo único que se interpuso entre tú y sus hombres.
Al mencionar a Damián, Mateo retrocedió un paso, el miedo brillando brevemente en sus ojos, pero la codicia pudo más. Su mirada se desvió hacia mi bolso, donde asomaban las llaves del Porsche.
—Dame las llaves —exigió de repente.
—¿Qué?
—¡Dame las llaves del coche! —Se abalanzó hacia mí—. ¡Ese coche vale una fortuna! Si lo vendo, puedo invertir en...
—¡Mateo, no! —gritó mi madre.
Pero Mateo ya había agarrado la correa de mi bolso. Tiró de él con violencia.
—¡Suéltalo! —gruñí.
—¡Eres una puta vendida! —gritó él, forcejeando—. ¡Dame el maldito coche! ¡Te lo debe! ¡Nos lo debe por arruinarnos la vida!
En ese momento, el instinto se apoderó de mí. No el instinto de huida. El instinto de ataque.
Solté el bolso de golpe, haciendo que Mateo perdiera el equilibrio hacia atrás. Antes de que pudiera recuperarse, avancé. Mi mano derecha voló y conectó una bofetada sonora y brutal contra su mejilla.
¡Zas!
El sonido resonó en la pequeña sala como un disparo.
Mateo se quedó paralizado, con la mano en la mejilla, mirándome con los ojos desorbitados. Mis padres se quedaron mudos.