El contrato Kov ' a

Capítulo 13- Olvidó

El ascensor privado se abrió con un suave siseo, revelando la penumbra elegante del departamento.

​Entré arrastrando los pies, sintiendo que cada paso me costaba un mundo. El abrigo de lana negra me pesaba como si fuera una armadura de plomo, y el bolso de marca colgaba de mi mano inerte. Mis ojos ardían, secos y cansados, negándose a derramar una sola lágrima más por la gente que había dejado atrás en aquella casa miserable.

​El departamento estaba en silencio, pero no estaba vacío.

​Damián estaba de pie frente al inmenso ventanal de la sala, de espaldas a mí, observando la ciudad iluminada con una copa de whisky en la mano. Su figura recortada contra las luces nocturnas irradiaba ese control absoluto que tanto me aterraba y, a la vez, me fascinaba.

​—Lo hiciste —dijo, sin girarse. No era una pregunta. Era una afirmación.

​Cerré los ojos un momento, apoyando la frente contra el marco frío del ascensor antes de obligarme a entrar en la sala.

​—Está hecho —respondí. Mi voz sonó hueca, carente de vida—. El cheque está entregado. Las deudas están saldadas.

​Damián se giró lentamente. Sus ojos grises, agudos como cuchillos, barrieron mi figura de pies a cabeza. Buscaba grietas en mi fachada. Buscaba el temblor en mis manos, la duda en mi postura.

​—Te ves terrible —sentenció con brutal honestidad.

​—Gracias, Damián. Siempre sabes qué decir —repliqué con sarcasmo débil, dejando caer el bolso sobre un sofá de cuero.

​Caminé hacia la barra de la cocina, necesitando agua, o alcohol, o cualquier cosa que me quitara el sabor amargo de la traición de Mateo de la boca. Pero antes de que pudiera llegar, Damián se interpuso en mi camino.

​Se detuvo frente a mí, bloqueándome el paso. Su aroma a sándalo y tabaco me envolvió, y por primera vez en la noche, sentí algo que no fuera entumecimiento.

​—Déjame ver tus manos —ordenó.

​—¿Qué?

​Sin esperar permiso, tomó mis manos entre las suyas. Eran grandes, cálidas y ásperas. Volteó mis palmas hacia arriba. Su mirada se detuvo en mi mano derecha, la que había usado para golpear a Mateo. La piel de la palma aún estaba enrojecida e irritada por la fuerza del impacto.

​Damián pasó el pulgar suavemente sobre la zona roja.

​—Golpeaste a alguien —murmuró, y una sombra de sonrisa oscura cruzó su rostro—. ¿A quién? ¿A tu padre?

​—A Mateo —susurré. Al decirlo en voz alta, la realidad me golpeó de nuevo. La imagen de la cara de mi hermano, la codicia en sus ojos, el insulto...—. Me llamó... dijo que me había vendido. Intentó quitarme las llaves del auto.

​Sentí que mi respiración se agitaba. El muro de hielo que había construido se estaba agrietando.

​—Lo hice por ellos, Damián. Todo esto... —hice un gesto vago que abarcaba el departamento, el contrato, mi vida arruinada—. Lo hice para salvarlos. Y me miraron con asco. Me trataron como si fuera...

​La voz se me quebró. No quería llorar. Odiaba llorar frente a él.

​Damián soltó mis manos y acunó mi rostro. Me obligó a mirarlo a los ojos, esos pozos grises que prometían ahogarme.

​—Te trataron como lo que eres para ellos: un recurso —dijo con dureza, sin endulzar la verdad—. Pero eso se acabó. Ya no eres su hija. Ya no eres su hermana.

​—Entonces no soy nadie —confesé, sintiendo un vacío aterrador en el pecho—. No tengo a nadie. Estoy sola.

​Damián negó con la cabeza lentamente. Sus pulgares acariciaron mis pómulos, limpiando una lágrima traicionera que se había escapado.

​—No estás sola, Aris. Estás conmigo. —Su voz bajó a un tono grave, vibrante—. Y yo soy suficiente. Soy todo el mundo que necesitas.

​Se inclinó y me besó.

​No fue un beso suave de consuelo. Fue una posesión. Sus labios capturaron los míos con una demanda feroz, como si quisiera respirar por mí, pensar por mí. Sentí su lengua invadir mi boca, probando mi desesperación, y mi cuerpo reaccionó instintivamente, buscando su calor para alejar el frío de la soledad.

​—Damián... —gemí contra su boca, aferrándome a las solapas de su camisa blanca.

​—Dime qué necesitas —gruñó él, bajando sus manos a mi cintura y apretando con fuerza, pegándome a su cuerpo duro—. ¿Quieres hablar de ello? ¿Quieres llorar por ellos?

​Negué con la cabeza frenéticamente.

​—No. No quiero pensar. No quiero sentir esto. Haz que pare. Por favor, haz que pare.

​Damián me miró con una intensidad depredadora. Entendió perfectamente lo que le estaba pidiendo. No quería palabras bonitas. Quería olvido. Quería que el dolor físico del placer borrara el dolor emocional del alma.

​—Como ordenes, Gatita.

​Me levantó en brazos sin esfuerzo, como si no pesara nada. Envolví mis piernas alrededor de su cintura, enterrando mi rostro en su cuello, inhalando su olor para bloquear el resto del mundo.

​No me llevó al dormitorio. Caminó hacia el enorme ventanal de la sala, donde la ciudad brillaba a nuestros pies como un infierno de neón.

​Me apoyó contra el cristal frío. El choque térmico entre la ventana helada en mi espalda y el cuerpo ardiente de Damián frente a mí me hizo jadear.

​—Olvídalos —ordenó Damián, atacando mi cuello con besos húmedos y mordiscos que bordeaban el dolor—. Olvida sus nombres. Olvida sus caras.

​Sus manos eran urgentes, casi violentas, mientras desabrochaban mi abrigo y lo dejaban caer al suelo. Debajo, mi ropa no duró mucho más. Damián no tenía paciencia esa noche. Quería piel. Quería contacto.

​Cuando su mano cálida encontró mi piel desnuda, arqueé la espalda, soltando un grito ahogado que se perdió en su boca.

​—Solo existimos nosotros —susurró él contra mi oído, su voz ronca y entrecortada—. Aquí. Ahora. En esta torre. Yo soy tu familia ahora, Aris. Yo soy tu pasado y tu futuro.

​Me penetró con una sola estocada profunda, sin previo aviso, llenándome por completo.

​Grité, clavando mis uñas en sus hombros, pero no era dolor lo que sentía. Era una liberación explosiva. La sensación de estar llena, de estar anclada a la tierra por su peso y su fuerza, era lo único que me impedía flotar hacia la locura.




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