El mensaje de Damián brillaba en la pantalla de la consola del Porsche como un ojo digital que todo lo ve.
Damián: Llegué a casa. No estás. Tienes 20 minutos...
Mis manos apretaron el volante forrado en cuero hasta que los nudillos se pusieron blancos. Veinte minutos. Ese era el tiempo que él estimaba para que yo regresara, sumisa y aterrorizada, a explicar por qué había profanado su oficina. Veinte minutos para volver a la jaula.
Miré la carretera. A la izquierda, la autopista que llevaba de vuelta al centro, al departamento, a la mentira. A la derecha, la salida hacia el Aeropuerto Internacional y, más allá, la terminal de vuelos privados.
No lo pensé. Fue un acto reflejo, nacido de la supervivencia pura.
Giré el volante a la derecha.
El Porsche rugió, devorando el asfalto. Mi corazón latía tan fuerte que ahogaba el sonido del motor.
Tomé mi teléfono con una mano temblorosa y escribí una respuesta rápida, una mentira piadosa para ganar tiempo.
Aris: Estoy comprando vino. Ya voy.
Lo lancé al asiento del copiloto. Sabía que no me creería por mucho tiempo, pero quizás, solo quizás, su arrogancia le haría pensar que estaba demasiado asustada para huir.
Llegué a la terminal de aviación privada en tiempo récord. El edificio era elegante, de cristal y acero, separado del caos de los vuelos comerciales. Allí no había filas, ni controles de seguridad exhaustivos. Allí solo había dinero. Y yo tenía la tarjeta negra de Damián Kova en el bolso.
Frené el auto en la entrada, dejándolo mal estacionado. Salí corriendo, el viento frío de la noche azotando mi vestido esmeralda y colándose en mis huesos.
Entré al vestíbulo. Estaba desierto, salvo por una recepcionista impecablemente maquillada tras un mostrador de mármol.
Al verme entrar —despeinada, con un vestido de gala y ojos de maníaca—, la mujer se enderezó.
—Buenas noches, señora...
—Necesito un vuelo —interrumpí, llegando al mostrador y lanzando la tarjeta negra sobre la superficie—. Ahora mismo. A cualquier lugar. Europa, Asia, no me importa. Solo quiero que el avión despegue en diez minutos.
La mujer miró la tarjeta. Leyó el nombre grabado en plata: ARIS HALLOWAY. Pero luego miró el banco emisor. Y vi el cambio en sus ojos.
No fue respeto. Fue miedo.
—Señora Halloway... —Su voz tembló ligeramente—. No tenemos planes de vuelo registrados a esta hora. Preparar un jet toma tiempo, los pilotos deben...
—¡Pago el triple! —grité, golpeando el mármol con la palma de la mano—. ¡Pago lo que sea! ¡Solo consígame un maldito avión!
La recepcionista tragó saliva y tecleó algo rápidamente en su computadora. Sus ojos se desviaban hacia la puerta de entrada nerviosamente.
—Está bien. Tenemos un Gulfstream que acaba de repostar. Iba a salir vacío hacia Londres. Puedo... puedo gestionar su abordaje.
—Hágalo.
—Por favor, espere en la sala VIP mientras...
—No —corté—. Esperaré en la pista. Al pie de la escalerilla. No quiero estar aquí dentro.
La mujer asintió, pálida. Me dio una tarjeta de acceso temporal y señaló una puerta de cristal que daba a la plataforma.
—Pista 4. El piloto ya está siendo notificado.
Tomé la tarjeta y corrí. Crucé la puerta de seguridad y salí a la inmensidad de la pista de aterrizaje.
El olor a queroseno y caucho quemado llenó mis pulmones. El ruido era ensordecedor; motores lejanos, viento, sirenas. Caminé rápido, mis tacones resonando en el concreto, buscando el avión. Lo vi a lo lejos, una máquina blanca y elegante con las luces de posición parpadeando.
Londres, pensé. Me perderé en Londres. Venderé las joyas. Cambiaré de nombre. Nunca me encontrará.
La esperanza empezó a florecer en mi pecho, una flor frágil y desesperada. Estaba a cincuenta metros. A treinta.
Ya casi podía tocar el metal frío de la escalerilla.
De repente, el mundo se iluminó.
No fue un rayo. Fueron faros.
Desde la oscuridad de la pista, tres camionetas SUV negras emergieron a una velocidad vertiginosa, formando un semicírculo perfecto entre el avión y yo. Sus luces altas me cegaron, obligándome a cubrirme los ojos con el brazo.
Frenaron con un chirrido de neumáticos coordinado que sonó como un grito de guerra.
Me quedé paralizada. El viento agitaba mi vestido y mi cabello, pero yo no podía moverme.
Las puertas de los vehículos se abrieron al unísono. Hombres armados, vestidos con trajes tácticos, bajaron y se desplegaron, bloqueando cualquier ruta de escape. Pero no me apuntaron. Solo se quedaron allí, inmóviles, como estatuas de la muerte.
Entonces, la puerta de la camioneta central se abrió.
Un par de zapatos de cuero italiano pisaron el asfalto.
Damián.
No corrió hacia mí. No gritó. Se abrochó el botón de su saco con una calma exasperante y comenzó a caminar hacia donde yo estaba, temblando bajo los focos de los autos.
Su rostro estaba en sombras, pero sentí su mirada. Pesaba más que la gravedad.
—¿Londres? —preguntó cuando estuvo a cinco metros. Su voz no era alta, pero cortó el viento como una navaja—. Es bonita en esta época del año. Aunque un poco lluviosa para huir sin equipaje.
Retrocedí un paso.
—¡No te acerques! —grité, mi voz desgarrada por el ruido de las turbinas lejanas—. ¡Me voy, Damián! ¡Lo sé todo!
Él se detuvo. Inclinó la cabeza ligeramente, como si estuviera escuchando una canción curiosa.
—¿Qué sabes, Aris?
—¡Sé lo de Mateo! —La acusación salió de mí como vómito—. ¡Vi los papeles! ¡Tú planeaste la deuda! ¡Tú le diste el dinero! ¡Me atrapaste en una trampa desde el primer día!
Esperé que lo negara. Esperé que inventara una excusa, que me dijera que lo había malinterpretado.
Damián sonrió. Una sonrisa fría, carente de cualquier remordimiento.