El contrato Kov ' a

Capítulo 15- Huida

El mensaje de Damián brillaba en la pantalla de la consola del Porsche como un ojo digital que todo lo ve.

Damián: Llegué a casa. No estás. Tienes 20 minutos...

​Mis manos apretaron el volante forrado en cuero hasta que los nudillos se pusieron blancos. Veinte minutos. Ese era el tiempo que él estimaba para que yo regresara, sumisa y aterrorizada, a explicar por qué había profanado su oficina. Veinte minutos para volver a la jaula.

​Miré la carretera. A la izquierda, la autopista que llevaba de vuelta al centro, al departamento, a la mentira. A la derecha, la salida hacia el Aeropuerto Internacional y, más allá, la terminal de vuelos privados.

​No lo pensé. Fue un acto reflejo, nacido de la supervivencia pura.

​Giré el volante a la derecha.

​El Porsche rugió, devorando el asfalto. Mi corazón latía tan fuerte que ahogaba el sonido del motor.

​Tomé mi teléfono con una mano temblorosa y escribí una respuesta rápida, una mentira piadosa para ganar tiempo.

Aris: Estoy comprando vino. Ya voy.

​Lo lancé al asiento del copiloto. Sabía que no me creería por mucho tiempo, pero quizás, solo quizás, su arrogancia le haría pensar que estaba demasiado asustada para huir.

​Llegué a la terminal de aviación privada en tiempo récord. El edificio era elegante, de cristal y acero, separado del caos de los vuelos comerciales. Allí no había filas, ni controles de seguridad exhaustivos. Allí solo había dinero. Y yo tenía la tarjeta negra de Damián Kova en el bolso.

​Frené el auto en la entrada, dejándolo mal estacionado. Salí corriendo, el viento frío de la noche azotando mi vestido esmeralda y colándose en mis huesos.

​Entré al vestíbulo. Estaba desierto, salvo por una recepcionista impecablemente maquillada tras un mostrador de mármol.

​Al verme entrar —despeinada, con un vestido de gala y ojos de maníaca—, la mujer se enderezó.

​—Buenas noches, señora...

​—Necesito un vuelo —interrumpí, llegando al mostrador y lanzando la tarjeta negra sobre la superficie—. Ahora mismo. A cualquier lugar. Europa, Asia, no me importa. Solo quiero que el avión despegue en diez minutos.

​La mujer miró la tarjeta. Leyó el nombre grabado en plata: ARIS HALLOWAY. Pero luego miró el banco emisor. Y vi el cambio en sus ojos.

​No fue respeto. Fue miedo.

​—Señora Halloway... —Su voz tembló ligeramente—. No tenemos planes de vuelo registrados a esta hora. Preparar un jet toma tiempo, los pilotos deben...

​—¡Pago el triple! —grité, golpeando el mármol con la palma de la mano—. ¡Pago lo que sea! ¡Solo consígame un maldito avión!

​La recepcionista tragó saliva y tecleó algo rápidamente en su computadora. Sus ojos se desviaban hacia la puerta de entrada nerviosamente.

​—Está bien. Tenemos un Gulfstream que acaba de repostar. Iba a salir vacío hacia Londres. Puedo... puedo gestionar su abordaje.

​—Hágalo.

​—Por favor, espere en la sala VIP mientras...

​—No —corté—. Esperaré en la pista. Al pie de la escalerilla. No quiero estar aquí dentro.

​La mujer asintió, pálida. Me dio una tarjeta de acceso temporal y señaló una puerta de cristal que daba a la plataforma.

​—Pista 4. El piloto ya está siendo notificado.

​Tomé la tarjeta y corrí. Crucé la puerta de seguridad y salí a la inmensidad de la pista de aterrizaje.

​El olor a queroseno y caucho quemado llenó mis pulmones. El ruido era ensordecedor; motores lejanos, viento, sirenas. Caminé rápido, mis tacones resonando en el concreto, buscando el avión. Lo vi a lo lejos, una máquina blanca y elegante con las luces de posición parpadeando.

Londres, pensé. Me perderé en Londres. Venderé las joyas. Cambiaré de nombre. Nunca me encontrará.

​La esperanza empezó a florecer en mi pecho, una flor frágil y desesperada. Estaba a cincuenta metros. A treinta.

​Ya casi podía tocar el metal frío de la escalerilla.

​De repente, el mundo se iluminó.

​No fue un rayo. Fueron faros.

​Desde la oscuridad de la pista, tres camionetas SUV negras emergieron a una velocidad vertiginosa, formando un semicírculo perfecto entre el avión y yo. Sus luces altas me cegaron, obligándome a cubrirme los ojos con el brazo.

​Frenaron con un chirrido de neumáticos coordinado que sonó como un grito de guerra.

​Me quedé paralizada. El viento agitaba mi vestido y mi cabello, pero yo no podía moverme.

​Las puertas de los vehículos se abrieron al unísono. Hombres armados, vestidos con trajes tácticos, bajaron y se desplegaron, bloqueando cualquier ruta de escape. Pero no me apuntaron. Solo se quedaron allí, inmóviles, como estatuas de la muerte.

​Entonces, la puerta de la camioneta central se abrió.

​Un par de zapatos de cuero italiano pisaron el asfalto.

​Damián.

​No corrió hacia mí. No gritó. Se abrochó el botón de su saco con una calma exasperante y comenzó a caminar hacia donde yo estaba, temblando bajo los focos de los autos.

​Su rostro estaba en sombras, pero sentí su mirada. Pesaba más que la gravedad.

​—¿Londres? —preguntó cuando estuvo a cinco metros. Su voz no era alta, pero cortó el viento como una navaja—. Es bonita en esta época del año. Aunque un poco lluviosa para huir sin equipaje.

​Retrocedí un paso.

​—¡No te acerques! —grité, mi voz desgarrada por el ruido de las turbinas lejanas—. ¡Me voy, Damián! ¡Lo sé todo!

​Él se detuvo. Inclinó la cabeza ligeramente, como si estuviera escuchando una canción curiosa.

​—¿Qué sabes, Aris?

​—¡Sé lo de Mateo! —La acusación salió de mí como vómito—. ¡Vi los papeles! ¡Tú planeaste la deuda! ¡Tú le diste el dinero! ¡Me atrapaste en una trampa desde el primer día!

​Esperé que lo negara. Esperé que inventara una excusa, que me dijera que lo había malinterpretado.

​Damián sonrió. Una sonrisa fría, carente de cualquier remordimiento.




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