No hubo gritos cuando volvimos al departamento. No hubo golpes. Hubo algo peor: una calma burocrática y fría.
Damián me escoltó hasta el dormitorio como si fuera una muñeca de porcelana que acababa de romperse. Me sentó en la cama y se dirigió al vestidor, de donde sacó una funda de ropa larga.
—Dúchate y límpiate la cara —ordenó, dejando la funda sobre el edredón—. En dos horas tenemos que estar en la Gala de la Fundación Onyx.
Lo miré, incrédula. Acababa de intentar huir del país. Acababa de descubrir que él había orquestado la ruina de mi familia. ¿Y él quería ir a una fiesta?
—No voy a ir a ninguna parte contigo —dije, mi voz ronca por el cansancio.
Damián se detuvo en la puerta, ajustándose los gemelos de la camisa.
—Vas a ir. Y vas a sonreír. —Se giró, y su mirada era acero puro—. Después del espectáculo que diste en el aeropuerto, mis hombres están nerviosos. Los rumores vuelan. Necesito que el mundo vea que la futura Señora Kova está feliz, enamorada y, sobre todo, presente.
—¿Y si me niego? —lo desafié.
—Entonces traeré a Mateo aquí. Y te haré ver cómo le rompo cada dedo de la mano, uno por uno, hasta que te pongas el vestido.
El aire salió de mis pulmones. No era una amenaza vacía. Lo sabía.
—Eres un demonio —susurré.
—Soy un hombre pragmático, Aris. Dúchate.
Cuando salió y cerró la puerta, me quedé mirando la funda. Me levanté con las piernas temblorosas y la abrí.
El vestido era espectacular. Rojo sangre. De terciopelo y seda, con un escote que rozaba la indecencia y una abertura en la pierna diseñada para distraer.
Me duché con agua hirviendo, intentando quitarme la sensación de derrota de la piel. Mientras me maquillaba, cubriendo las ojeras y pintando mis labios del mismo rojo violento que el vestido, tomé una decisión.
Damián tenía razón en una cosa: no podía escapar corriendo. Él controlaba las salidas.
Pero él también tenía enemigos.
Si quería destruirlo, no necesitaba un avión. Necesitaba un aliado. Alguien tan poderoso y letal como él. Alguien que odiara a Damián Kova tanto como yo lo hacía en este momento.
Me miré al espejo. La mujer que me devolvía la mirada ya no tenía miedo. Tenía un plan.
—Muy bien, Damián —le dije a mi reflejo—. Quieres que juegue a ser la reina. Jugaré. Pero hasta las reinas pueden cometer traición.
El salón de eventos del Hotel Grand Imperial estaba lleno de la élite más podrida de la ciudad. Políticos corruptos, empresarios lavadores de dinero y jefes de la mafia, todos bebiendo champán y fingiendo civilización.
Entré del brazo de Damián. Su mano apretaba mi cintura con posesión, transmitiendo un mensaje claro a cualquiera que mirara: Mía.
—Sonríe —susurró él contra mi oído, besando mi sien—. Todos nos están mirando.
Forcé una sonrisa brillante, falsa y perfecta.
—Te odio —le susurré de vuelta, con el mismo tono dulce.
—Lo sé. Te ves hermosa cuando me odias.
Nos movimos entre la multitud. Damián saludaba, estrechaba manos y aceptaba felicitaciones por el compromiso. Yo asentía, reía en los momentos adecuados y dejaba que me exhibiera como un trofeo. Pero mis ojos no estaban quietos.
Escaneaba la sala. Buscaba a alguien que no se inclinara ante Damián. Alguien que lo mirara con desdén.
Y entonces, lo vi.
En el otro extremo del salón, cerca de la barra, había un hombre. No llevaba esmoquin negro como los demás, sino uno azul medianoche. Era alto, de cabello oscuro y rasgos afilados, casi aristocráticos.
Pero lo que me llamó la atención fue cómo miraba a Damián. No había miedo en sus ojos. Había burla.
—¿Quién es él? —pregunté suavemente, aprovechando que Damián tomaba una copa.
Damián siguió mi mirada y su cuerpo se tensó al instante.
—Nadie que te incumba. Es Vittorio Moretti.
Moretti. La competencia italiana. Había oído historias. Damián controlaba el tráfico del norte; Moretti controlaba los puertos del sur. Eran enemigos naturales.
—Mantente alejada de él —advirtió Damián, su tono bajando a un gruñido—. Es una serpiente.
—Claro, querido —dije dócilmente.
Media hora después, la oportunidad se presentó. Damián fue arrinconado por un senador que necesitaba "favores".
—Necesito ir al tocador —le dije, tocando su brazo ligeramente.
Damián me evaluó. Dudó un segundo.
—Iván te esperará en la puerta del pasillo.
—Por supuesto.
Caminé hacia los baños con paso elegante, sintiendo la mirada de Iván clavada en mi espalda. Entré al pasillo que llevaba a los tocadores, una zona más tranquila y con luz tenue. Iván se quedó en la entrada del corredor, cruzado de brazos, bloqueando la salida principal.
Pero los baños tenían una disposición en "L". Había un punto ciego.
Caminé hacia la puerta de damas, pero en lugar de entrar, me detuve frente al espejo de cuerpo entero que había en el pasillo común, fingiendo arreglarme el vestido.
Escuché pasos firmes acercándose desde el baño de caballeros.
Me giré justo a tiempo para "chocar" accidentalmente con el hombre que salía.
—Oh, disculpe... —empecé, fingiendo perder el equilibrio.
Unas manos fuertes me sujetaron por los brazos para estabilizarme. Al levantar la vista, me encontré con unos ojos color ámbar, divertidos y peligrosos.
Era él. Vittorio Moretti.
—Cuidado, signorina —dijo. Su voz era suave, con un leve acento italiano que sonaba a música y pecado—. Sería una tragedia que ese vestido rojo terminara en el suelo.
—Fue mi culpa. No estaba mirando —dije, manteniendo la voz baja.
Vittorio no me soltó de inmediato. Sus ojos recorrieron mi rostro, reconociéndome.
—Aris Halloway. La famosa prometida. —Sonrió, pero no llegó a sus ojos—. O debería decir... la prisionera más cara de la ciudad.