El contrato Kov ' a

Capítulo 17- Grillete

La música clásica del salón se detuvo abruptamente. El murmullo de las conversaciones murió cuando Damián Kova subió al escenario principal, golpeando suavemente su copa de cristal con una cuchara de plata.

​El sonido, agudo y claro, resonó como una campana fúnebre en mis oídos.

​Me quedé paralizada junto a la mesa, sintiendo el metal de la tarjeta de Vittorio ardiendo contra mi piel, escondida en mi escote. Damián me buscó con la mirada desde la altura del escenario. Sonrió. Esa sonrisa que el mundo interpretaba como amor y que yo sabía que era una advertencia.

​—Buenas noches a todos —dijo Damián, su voz amplificada llenando la sala—. Hoy estamos aquí para celebrar la caridad, pero yo quiero celebrar algo más personal. Algo... egoísta.

​Los invitados rieron cortésmente. Yo sentí un nudo frío en el estómago.

​—Como saben, la señorita Aris Halloway me ha hecho el honor de aceptar ser mi esposa. —Damián levantó su copa hacia mí. Todos los focos se giraron en mi dirección, cegándome—. Y, sinceramente, he llegado a la conclusión de que soy un hombre impaciente. ¿Por qué esperar meses para comenzar el resto de nuestras vidas?

​Hizo una pausa dramática. Mi corazón dejó de latir.

​—Por eso, me complace anunciar que hemos decidido adelantar la fecha. Nos casaremos en siete días.

​El salón estalló en aplausos y vítores. La gente se acercaba a felicitarme, tocando mi brazo, sonriéndome.

​—¡Qué romántico! —exclamó una mujer enjoyada a mi lado.

—¡Una boda de invierno! —dijo otro.

​Yo no podía respirar. Siete días. Una semana.

​Damián bajó del escenario y caminó hacia mí, abriéndose paso entre la multitud como un tiburón en un banco de peces. Llegó a mi lado, me tomó la mano y la besó frente a todos.

​—Sorpresa, amor —susurró contra mis nudillos. Sus ojos grises brillaban con una malicia triunfante.

​—Estás demente —siseé entre dientes, manteniendo mi sonrisa congelada para las cámaras—. Una semana no es tiempo suficiente para...

​—Es tiempo suficiente para asegurarme de que no vuelvas a correr —me interrumpió en voz baja—. Vámonos. La fiesta terminó para ti.

​El trayecto de regreso al departamento fue un silencio sepulcral. Esta vez, Damián no me tocó. Conducía con una tensión rígida, como si estuviera conteniendo las ganas de estrellar el auto.

​Al llegar al edificio, el protocolo cambió.

​Iván y otros dos guardias nos escoltaron hasta el ascensor. Cuando las puertas se abrieron en nuestro piso, me di cuenta de que algo era diferente. Había una cerradura digital nueva en la puerta principal.

​Entramos.

​—Ve al dormitorio —ordenó Damián, cerrando la puerta tras de sí con un sonido metálico pesado. Bloqueo automático.

​—Damián, esto es ridículo. No puedes obligarme a casarme en una semana. Las leyes...

​—¡Las leyes las compro yo! —gritó, perdiendo la compostura por primera vez en la noche. Se quitó el saco del esmoquin y lo tiró al suelo con violencia—. ¡Intentaste huir del país, Aris! ¡Intentaste dejarme! ¿Creíste que no habría consecuencias?

​Retrocedí hasta chocar con la pared del pasillo.

​—Me engañaste con lo de mi hermano. Tenía derecho a irme.

​—Tú no tienes derechos. Tienes deberes. Y tu primer deber es quedarte aquí.

​Me agarró del brazo y me arrastró hacia el dormitorio principal. Me empujó hacia el centro de la habitación.

​—Siéntate en la cama.

​—No.

​—¡Siéntate!

​Me senté, temblando de rabia y miedo. Damián caminó hacia su mesita de noche, abrió un cajón con un código de seguridad y sacó una caja de terciopelo negro, larga y delgada. Parecía un estuche de collar.

​Se acercó a mí y se arrodilló a mis pies.

​—¿Qué es eso? —pregunté, mirando la caja con recelo.

​—Un regalo de compromiso. Algo para asegurarme de que llegues al altar.

​Abrió la caja.

​No era un collar de diamantes.

​Era una banda de titanio negro, lisa, elegante y aterradora. Tenía una pequeña luz led parpadeando en rojo en el interior y un cierre magnético complejo.

​—Un monitor GPS de grado militar —explicó Damián con calma, sacándolo de la caja—. Resistente al agua. Imposible de cortar sin herramientas industriales. Y si intentas manipularlo o salir del perímetro del edificio sin mi autorización... envía una alerta inmediata a mi teléfono y al equipo de seguridad.

​Me quedé horrorizada.

​—Me vas a poner un grillete... como a un perro. Como a un criminal.

​—Te voy a poner un seguro. Como a un diamante que alguien intenta robar.

​Sin esperar mi consentimiento, Damián agarró mi tobillo derecho. Intenté patalear, pero su agarre era de hierro. Me quitó el zapato de tacón y deslizó la banda fría alrededor de mi tobillo.

Click.

​El sonido del cierre magnético selló mi destino. La luz roja parpadeó una vez y cambió a verde fijo.

​Damián acarició el metal frío sobre mi piel y luego subió la mano por mi pantorrilla, mirándome a los ojos desde su posición arrodillada.

​—Ahí está. Ahora siempre sabré dónde estás. Cada paso que des, cada habitación en la que entres. Se acabó el correr, Aris. Se acabó el aeropuerto. Se acabaron los secretos.

​Me miré el tobillo. La banda negra contrastaba con mi piel pálida y el vestido rojo. Era elegante, sí. Parecía una joya moderna. Pero pesaba. Pesaba como una condena a cadena perpetua.

​—Te odio —susurré, las lágrimas de impotencia llenando mis ojos—. Te odio más que a nada en este mundo.

​Damián se puso de pie, imponente, inalcanzable.

​—Bien. El odio es un sentimiento fuerte. Me sirve.

​Se dirigió a la puerta del dormitorio.

​—A partir de ahora, no saldrás de este departamento. Iván traerá lo que necesites. Las modistas vendrán aquí para el vestido de novia. Tienes siete días, Aris. Siete días para aceptar tu realidad.

​—¿Y si no lo hago? —lo desafié—. ¿Y si grito en el altar? ¿Y si digo que no?




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