Los días en el departamento pasaban como una alucinación febril. Sin reloj, sin teléfono y con las cortinas a menudo cerradas, perdí la noción del tiempo. Solo sabía que la fecha se acercaba por la urgencia creciente en los preparativos.
El día tres, mi prisión de lujo se transformó en un taller de alta costura.
Tres modistas entraron escoltadas por Iván. Traían percheros con encajes, sedas y tules que costaban más que mi vida entera. Damián supervisaba todo desde el sofá de cuero, con una copa de coñac en la mano, como un rey observando cómo vestían a su tributo.
—Levanta los brazos, querida —murmuró la modista principal, una mujer mayor con manos frías y temblorosas. Evitaba mirarme a los ojos. Todos lo hacían.
Estaba parada sobre un pequeño pedestal circular en medio de la sala. Llevaba puesto el vestido que Damián había elegido: un diseño de corte sirena, ajustado hasta las rodillas y con una cola dramática, hecho de encaje francés y cristales Swarovski. Era hermoso. Y se sentía como una mortaja.
La modista se agachó para ajustar el dobladillo. Sus dedos rozaron mi tobillo derecho.
Se detuvo.
Hubo un silencio incómodo en la sala. La mujer miró el grillete de titanio negro que rodeaba mi tobillo, su luz led parpadeando en verde, un contraste brutal y grotesco con la delicadeza del vestido de novia.
—¿Señor Kova? —preguntó la mujer con voz débil—. El... el dispositivo. ¿Se lo quitará para la ceremonia? El encaje se engancha en el metal.
Damián se levantó despacio. El sonido de sus pasos sobre la madera resonó como tambores de guerra. Se acercó al pedestal y la modista se apartó rápidamente, bajando la cabeza.
Damián se agachó frente a mí. Sus dedos largos y cálidos rodearon mi tobillo, acariciando la banda negra con una posesividad enfermiza.
—No —dijo Damián, levantando la vista para mirarme. Sus ojos brillaban con una oscuridad satisfecha—. El dispositivo se queda. Es el accesorio más importante que lleva puesto.
—Se verá feo en las fotos —me atreví a decir, mi voz goteando veneno—. La gente preguntará por qué la novia lleva un monitor de libertad condicional.
Damián sonrió y se puso de pie, quedando a la altura de mi rostro.
—Les diremos que es una joya exclusiva. Un símbolo de nuestro vínculo inquebrantable. —Se inclinó y besó mi hombro desnudo—. Además, el vestido es largo. Nadie tiene que saber lo que hay debajo... excepto yo.
Hizo una señal a las modistas.
—Déjennos. El ajuste está perfecto.
Las mujeres recogieron sus cosas en tiempo récord y salieron del departamento casi corriendo, aliviadas de escapar de la densidad del aire.
Me quedé sola con él, subida en el pedestal, inmovilizada por el vestido apretado y el grillete.
Damián caminó alrededor de mí, evaluando su propiedad.
—Pareces un ángel, Aris. Un ángel que ha caído directamente en mi infierno.
—Sácame de esto —ordené, sintiéndome asfixiada por el corsé.
—Todavía no. —Se paró detrás de mí, sus manos subiendo por mis caderas hasta mi cintura, sus pulgares presionando mis costillas a través de la tela—. Nos falta ensayar.
—¿Ensayar qué? Sé caminar en línea recta.
—Los votos —susurró contra mi nuca, enviando un escalofrío traicionero por mi espalda—. Quiero escucharte decirlos. Quiero asegurarme de que no te tiemble la voz cuando prometas obedecerme hasta que la muerte nos separe.
Me bajó del pedestal con cuidado, pero no me dejó quitarme el vestido. Me llevó frente al gran espejo de la sala.
—Dilo —ordenó, mirándonos en el reflejo. Él, oscuro y dominante con su camisa negra; yo, blanca y luminosa, atrapada entre sus brazos.
—No me sé los votos —mentí, desviando la mirada.
—Los sabes. Son los tradicionales. Empieza. "Yo, Aris..."
Apreté los dientes. El odio burbujeaba en mi pecho, caliente y ácido.
—Yo, Aris... —empecé, mi voz monótona y muerta.
—Con más sentimiento —corrigió él, apretando mi cintura.
—¡No puedo tener sentimiento cuando me estás obligando! —grité, girándome para enfrentarlo, aunque el vestido limitaba mis movimientos.
Damián me agarró la mandíbula con una mano, obligándome a mirarlo.
—Vas a tener sentimiento. Vas a mirarme a los ojos en ese altar y vas a hacerle creer a cada maldito socio, a cada enemigo y a cada amigo que te mueres de amor por mí. Porque si veo una sola duda en tus ojos, Aris... recuerda lo que está en juego.
Zian. Mateo. Mi propia vida.
Tragué saliva, mis ojos llenándose de lágrimas de rabia.
—Yo, Aris... te tomo a ti, Damián... —Mi voz tembló, pero esta vez sonó más suave, más rota.
—Continúa.
—Como mi esposo. Para amarte... —La palabra se me atragantó.
—Amarme —repitió él, acercando su rostro al mío—. ¿Tan difícil es decirlo?
—Es imposible —susurré—. Te odio. Me secuestraste. Me marcaste. Me manipulaste.
—Y sin embargo... —Damián deslizó su otra mano por mi espalda, bajando la cremallera del vestido con un sonido rasgado lento—. Tu corazón está latiendo a mil por hora. Tus pupilas están dilatadas.
El vestido se aflojó, cayendo ligeramente sobre mis hombros, dejándome expuesta hasta la cintura, solo cubierta por el corsé de lencería blanca.
—Eso es miedo —dije, aunque mi respiración se agitó.
—¿Es miedo? —Damián bajó la cabeza y rozó sus labios contra el pulso frenético de mi cuello—. ¿Es miedo lo que hace que te estremezcas cuando te toco? ¿Es miedo lo que hace que tu cuerpo se arquee hacia el mío?
—No... —gemí, intentando empujarlo, pero mis manos se aferraron a sus hombros en lugar de alejarlo.
Era una traición biológica. Mi mente quería matarlo, pero mi cuerpo... mi cuerpo había aprendido a responder a su tacto como un mecanismo de supervivencia, o quizás como una adicción retorcida. Damián era el único estímulo en mi encierro. Era mi carcelero y mi única fuente de contacto humano.