El cuarto día amaneció con un cielo gris plomo que prometía nieve.
A las diez de la mañana, Iván abrió la puerta del departamento para dejar entrar a una chica joven, menuda y visiblemente aterrorizada. Llevaba un maletín metálico y temblaba bajo la mirada del guardaespaldas.
—La manicurista, señor —anunció Iván.
Damián, que estaba revisando correos en su tablet con una taza de café negro en la mano, ni siquiera levantó la vista.
—Que entre. Aris está en la sala. Y tú, quédate en la puerta. No quiero que nadie salga sin que yo lo revise.
La chica asintió frenéticamente y caminó hacia mí. Yo estaba sentada en el sofá de terciopelo, con una bata de seda blanca y el pie derecho apoyado en un cojín, exhibiendo mi grillete de titanio como si fuera una joya macabra.
—Buenos días, señora... digo, señorita —balbuceó la chica, sentándose en un taburete bajo frente a mí.
—Solo Aris —dije, intentando sonreírle para calmarla.
Ella comenzó a sacar limas, esmaltes y herramientas. Pero mis ojos se clavaron en un solo objeto: su teléfono móvil. Lo había dejado sobre la mesa de centro, boca abajo, justo al lado de mi mano.
Mi corazón empezó a latir con fuerza contra mis costillas.
Tenía la tarjeta de Vittorio escondida en el bolsillo de mi bata. Solo necesitaba un segundo. Un momento de distracción para tomar el teléfono, memorizar el número de la tarjeta si no lo había hecho bien, o mejor, enviar un mensaje rápido.
Damián estaba al otro lado de la sala, dándonos la espalda.
La chica empezó a limarme las uñas. Sus manos sudaban.
—¿Te gustan los tonos nude o rojos? —preguntó en un susurro.
—Rojo —respondí, mis ojos fijos en el teléfono—. Rojo oscuro.
Hice un movimiento calculado. Al estirar el brazo para "mirar" los colores de esmalte, golpeé "accidentalmente" el bote de acetona. El líquido se derramó sobre la mesa, mojando las revistas y acercándose peligrosamente al teléfono de la chica.
—¡Ay, no! —exclamó ella, soltando mi mano para buscar pañuelos en su bolso.
Era mi oportunidad.
Con la mano libre, me deslicé hacia el teléfono. Mis dedos rozaron la pantalla fría. Al mismo tiempo, con la otra mano dentro del bolsillo, aseguré la tarjeta metálica de Vittorio.
—¿Qué está pasando aquí?
La voz de Damián resonó como un trueno.
Me congelé. La chica dio un salto en su asiento.
Damián estaba de pie justo detrás del sofá. No lo había oído acercarse. Se movía como un fantasma. Sus ojos grises no miraban el derrame de acetona. Miraban mi mano, que estaba a milímetros del teléfono ajeno.
—Fue un accidente —dije rápido, retirando la mano como si me hubiera quemado—. Se cayó el quitaesmalte.
Damián no respondió. Rodeó el sofá lentamente y se detuvo frente a nosotras. Su presencia llenó el espacio, asfixiante y depredadora. Miró a la chica, que parecía a punto de desmayarse, y luego me miró a mí.
—Levántate —ordenó.
—Damián, por favor, solo estamos...
—¡Dije que te levantes!
Me puse de pie, temblando. La bata se abrió ligeramente.
Damián se acercó y metió la mano bruscamente en el bolsillo de mi bata. Sabía exactamente dónde buscar. Había visto el movimiento sutil de mi mano protegiendo algo.
—No... —susurré.
Pero fue inútil.
Damián sacó la tarjeta de metal.
La luz de la lámpara de techo se reflejó en la superficie plateada. El símbolo de la serpiente brilló con burla.
El silencio que siguió fue más aterrador que cualquier grito.
Damián leyó el nombre grabado. Vittorio Moretti. Y luego leyó el número.
Sus ojos se oscurecieron hasta volverse casi negros. Una vena palpitó peligrosamente en su sien.
Se giró hacia la manicurista con una velocidad letal.
—¿Tú le trajiste esto? —rugió.
La chica soltó un chillido y se cubrió la cara con las manos.
—¡No! ¡Lo juro! ¡No sé qué es eso!
—¡No me mientas! —Damián la agarró del brazo y la levantó del taburete como si fuera una muñeca de trapo, sacudiéndola—. ¿Cuánto te pagó Moretti? ¿Eres una espía? ¡Iván!
Iván entró corriendo en la sala, con la mano en la pistola enfundada.
—¡Llévatela! —gritó Damián, empujando a la chica hacia el guardia—. ¡Interrógala! ¡Quiero saber quién la envió y hace cuánto tiempo tienen contacto!
—¡Damián, no! —grité, interponiéndome—. ¡Ella no tiene nada que ver! ¡Suéltala!
La chica lloraba histéricamente, suplicando por su vida mientras Iván la arrastraba hacia la salida.
—¡Es mía! —confesé a gritos—. ¡La tarjeta es mía! ¡La tengo desde la fiesta!
Damián hizo un gesto a Iván para que se detuviera en la puerta. La chica sollozaba, colgada del brazo del guardia.
Damián se giró hacia mí. Su pecho subía y bajaba con respiraciones pesadas. La furia que emanaba de él era palpable, una ola de calor radiactivo.
—¿Desde la fiesta? —repitió, su voz bajando a un susurro letal—. ¿Me estás diciendo que has tenido el contacto de mi peor enemigo escondido en tu ropa durante tres días? ¿Mientras dormías en mi cama? ¿Mientras fingías aceptar este matrimonio?
—Sí —dije, alzando la barbilla. Sabía que si mostraba miedo ahora, estaba muerta. Y la chica también.
Damián se acercó a mí hasta que nuestras narices casi se tocaron.
—¿Por qué? —La palabra salió cargada de dolor y traición—. ¿Planeabas llamarlo? ¿Planeabas venderte a él? ¿Cambiar un monstruo por otro?
Aquí estaba. El momento de la verdad. Tenía que mentir. Tenía que improvisar una mentira tan perfecta, tan retorcida, que un sociópata como él la creyera.
No podía decirle que quería escapar. Eso confirmaría su paranoia. Tenía que atacar su ego.
—No planeaba llamarlo —dije, manteniendo la voz firme—. La guardé porque él me la dio cuando fui al baño. Me dijo que tú caerías. Me dijo que eras un tirano.
—Y tú le creíste.