El día de la boda, el cielo de la ciudad estaba despejado, un azul cruel y brillante que se burlaba de mi miseria.
La Catedral de San Patricio había sido cerrada exclusivamente para el evento. Había cientos de invitados: socios, políticos, celebridades y rivales. Todos estaban allí para ver la coronación de la propiedad de Damián Kova.
Yo caminaba hacia el altar.
El vestido era una obra maestra de encaje y angustia. El velo cubría mi rostro, ocultando mis ojos que buscaban frenéticamente entre los bancos de madera. La música del órgano retumbaba en mis huesos, una marcha fúnebre disfrazada de celebración.
Al final del pasillo, Damián me esperaba. Se veía devastadoramente guapo en su esmoquin negro, con una postura de triunfo absoluto. Pero yo no lo miraba a él.
Mis ojos escanearon el lado izquierdo, la zona de los "socios internacionales".
Ahí estaba. Vittorio Moretti.
Me miró fijamente. No sonrió. Solo se ajustó el nudo de su corbata azul y asintió, un movimiento casi imperceptible.
Mi corazón dio un salto. Es ahora.
El plan era preciso. Justo antes de los votos, habría un corte de energía "accidental". En la oscuridad y el caos, los hombres de Moretti, disfrazados de camareros, me sacarían por la sacristía. Un auto blindado me esperaba en el callejón trasero.
Llegué al altar. Damián tomó mi mano. Sus dedos estaban calientes, posesivos.
—Estás temblando, amor —susurró, levantando mi velo.
—Es la emoción —mentí, mirando de reojo a Vittorio.
Vittorio levantó la mano para mirar su reloj. Era la señal. Tres segundos. Dos...
De repente, las puertas gigantes de la Catedral se abrieron de golpe con un estruendo que hizo eco en las bóvedas de piedra.
La luz del sol entró a raudales, cegando a todos por un momento. Una silueta solitaria se recortó en el umbral.
—¡ARIS!
La voz desgarrada, llena de dolor y desesperación, rompió la solemnidad de la ceremonia.
Me congelé. No podía ser.
Zian.
Estaba allí, de pie en la entrada central. Se veía terrible. Aún tenía vendajes visibles bajo una camisa mal abotonada, y caminaba cojeando, pero avanzaba por el pasillo central con una determinación suicida.
—¡No lo hagas, Aris! —gritó, su voz resonando en el silencio atónito de la iglesia—. ¡No te cases con él! ¡Él te obligó! ¡Sé que te obligó!
El caos estalló. Los invitados murmuraban, algunos se ponían de pie. Los periodistas, que Damián había permitido en la parte trasera, empezaron a disparar flashes como locos.
Damián no se movió. Su rostro se transformó en una máscara de furia gélida. Apretó mi mano tan fuerte que sentí que mis huesos crujían.
Miré a Vittorio.
Moretti estaba inmóvil, observando la escena con disgusto. Sus hombres, que estaban listos para actuar en las sombras, se detuvieron. Con todos los ojos puestos en el "intruso" y la seguridad de Damián sacando las armas y corriendo hacia el pasillo central, el plan de extracción sigilosa se había ido al diablo.
Vittorio me miró una última vez, negó levemente con la cabeza y se dio la vuelta, mezclándose con la multitud.
Abortar misión.
Mi única oportunidad de libertad acababa de salir por la puerta lateral, espantada por la estupidez valiente de mi mejor amigo.
—¡Maldita sea, Zian! —sollocé, no de gratitud, sino de terror puro.
Los guardias de Damián interceptaron a Zian a mitad del pasillo. Iván fue el primero en llegar. Con un movimiento brutal, golpeó a Zian en el estómago, doblándolo, y luego lo tiró al suelo.
—¡Súeltame! ¡Aris! ¡Aris, corre! —gritaba Zian mientras lo inmovilizaban contra el suelo de mármol.
Damián soltó mi mano y dio un paso hacia abajo del altar. Su mano fue a la cintura, buscando el arma que llevaba oculta bajo el saco.
—Voy a matarlo aquí mismo —gruñó Damián, con los ojos inyectados en sangre—. Voy a manchar el suelo sagrado con su cerebro.
—¡No! —Grité, agarrando a Damián del brazo. El velo se me enredó, pero no me importó—. ¡Damián, detente!
—¡Arruinó mi boda! —rugió él, girándose hacia mí. La bestia estaba suelta. No había rastro del hombre de negocios—. ¡Vino a humillarme! ¡A desafiarme!
—¡Está enfermo! ¡No sabe lo que hace! —supliqué, poniéndome entre él y Zian, que seguía forcejeando con tres guardias a diez metros de distancia—. Si lo matas aquí, frente a las cámaras, frente a todos... irás a la cárcel. Perderás todo lo que tu padre construyó.
Damián miró a las cámaras, luego a su padre (que lo observaba con desaprobación) y finalmente a mí.
—Dame una razón para no ejecutarlo —siseé.
—Me casaré contigo —dije rápidamente, las lágrimas corriendo por mi cara—. Ahora mismo. Sin dudas. Sin quejas. Diré los votos. Seré la esposa perfecta. Pero tienes que dejarlo ir. Sácalo de aquí y no lo toques.
Damián me estudió. Vio la derrota absoluta en mis ojos. Sabía que esta vez no estaba mintiendo para ganar tiempo. Estaba negociando con mi vida.
—Iván —ordenó Damián sin dejar de mirarme—. Sácalo. Tíralo a la calle. Si vuelve a acercarse a menos de un kilómetro de mi esposa, mátenlo. Pero hoy... hoy déjenlo vivir con la vergüenza de no haber podido salvarla.
—¡NO! ¡Aris, no lo hagas! —gritó Zian mientras lo arrastraban hacia la salida, golpeado y llorando—. ¡No te sacrifiques!
Vi cómo se llevaban a mi amigo. Vi cómo las puertas se cerraban, llevándose con ellas mi última conexión con la humanidad.
Damián se giró hacia el sacerdote, que estaba temblando junto al altar.
—Termine la ceremonia —ordenó Damián—. Ahora.
—Pero... el protocolo... —balbuceó el cura.
—¡Dije que nos case ahora! —gritó Damián, su voz retumbando en la catedral.
El sacerdote asintió frenéticamente.
Damián me agarró la mano de nuevo. Esta vez no hubo caricia. Fue un agarre de hierro.