El contrato Kov ' a

Capítulo 22- Libertad

​El tiempo se convirtió en un concepto líquido.

​No sabía si habían pasado tres meses o tres años desde la boda. La casa de seguridad era una jaula de oro y sombras, aislada en medio de un bosque denso donde la nieve cubría todo perpetuamente.

​No tenía teléfono. No tenía internet. No tenía visitas.

​Mis días eran un ciclo interminable de silencio. Me despertaba, comía lo que el servicio invisible dejaba en la puerta, y pasaba horas sentada frente a la ventana, mirando los pinos cargados de nieve sin verlos realmente.

​Al principio, luché. Grité, rompí jarrones, golpeé las puertas hasta que mis nudillos sangraron. Damián simplemente me miraba con esa paciencia inquebrantable, esperando a que se me acabara la energía.

​Y se me acabó.

​La rabia se transformó en desesperación, y la desesperación, eventualmente, se convirtió en una nada gris y espesa. Dejé de hablar. Dejé de comer con apetito. Dejé de sentir.

​Empecé a olvidar cómo sonaba mi propia voz. A veces, me encontraba tarareando canciones infantiles en un rincón de la habitación, meciéndome hacia adelante y atrás, solo para llenar el vacío.

​La Aris que amenazó a Marcos en la universidad, la Aris que desafió a Damián en el aeropuerto... ella se había ido. En su lugar, quedaba un cascarón vacío que deambulaba por los pasillos con los pies descalzos, asustada de su propia sombra.

​Damián regresaba cada noche de la ciudad. Siempre traía regalos: joyas, libros, vestidos que nunca me ponía.

​—Aris, háblame —me exigía a veces, sacudiéndome suavemente por los hombros—. Grita. Insúltame. Haz algo.

​Pero yo solo lo miraba con ojos vidriosos, atravesándolo con la mirada como si fuera un fantasma.

​—No tengo nada que decir —susurraba, y mi voz sonaba oxidada, extraña.

​Estaba desapareciendo. Y lo peor era que ya no me importaba.

​Una noche, la realidad se rompió.

​Damián estaba sentado en el sillón de lectura de nuestra habitación, revisando documentos. Yo estaba en la cama, hecha un ovillo, mirando el techo.

​Él encendió un cigarrillo. El sonido del encendedor click-sshh fue como un disparo en el silencio.

​El olor a tabaco llenó el aire.

​De repente, mi mente, frágil por el aislamiento, me traicionó. El olor a humo no era solo tabaco. En mi alucinación, era el olor a pólvora. Era el olor del aeropuerto. Era el olor de la sangre de Zian.

​—¡No! —grité, tapándome los oídos y encogiéndome contra la cabecera—. ¡Fuego! ¡No quemes!

​Damián se levantó de golpe, tirando los papeles.

​—Aris, ¿qué pasa?

​—¡Apágalo! ¡Por favor, no me quemes! —Sollocé, histérica, incapaz de distinguir el pasado del presente, la realidad de la pesadilla. Me arañé los brazos, intentando quitarme una sensación de ardor imaginaria.

​Damián se acercó a la cama, pero al ver mi terror absoluto, se detuvo. Sus ojos grises, siempre tan calculadores, se llenaron de algo que nunca había visto en él: pánico.

​Vio lo que había hecho. Vio los restos de la mujer que amaba obsesivamente, reducida a un animal asustado por un poco de humo.

​—Aris, es solo un cigarrillo... mírame, soy yo.

​—¡Huele a muerte! —lloré, temblando violentamente—. ¡Sácalo! ¡Sácalo de aquí!

​Damián miró el cigarrillo en su mano como si fuera un objeto maldito. Sin dudarlo, lo aplastó contra la madera cara de la mesita de noche, apagándolo con una fuerza innecesaria, quemando el mueble.

​—Ya está —dijo, levantando las manos vacías—. Lo apagué. Se fue. Aris, respira.

​Se sentó en el borde de la cama, con cuidado, como si temiera que yo me rompiera en mil pedazos si hacía un movimiento brusco.

​—No me toques —supliqué en un susurro, abrazando mis rodillas—. Estoy rota. Me rompiste. Ya no funciono.

​Damián se quedó inmóvil. Su rostro palideció. La culpa, esa emoción que él consideraba una debilidad, finalmente lo golpeó con la fuerza de un tren. Había querido enjaular al pájaro para que cantara solo para él, pero al hacerlo, lo había asfixiado hasta que dejó de cantar.

​—Lo siento —murmuró. La palabra sonó extraña en su boca, pesada.

​Extendió la mano, no para agarrarme, sino para ofrecerla, palma arriba. Una invitación, no una orden.

​—No estás rota, Gatita. Solo estás... cansada. —Su voz tembló—. Voy a arreglarlo. Te lo juro.

​Al día siguiente, las cosas cambiaron.

​No hubo gritos para que comiera. No hubo órdenes.

​Damián no fue a trabajar a la ciudad. Se quedó en la casa. Lo vi salir al jardín nevado temprano en la mañana y tirar algo en el contenedor de basura: cartones de cigarrillos. Todos ellos. Cajas enteras de tabaco importado.

​Volvió a entrar, oliendo a frío y a jabón limpio, sin rastro de humo.

​Entró en la habitación con una bandeja de desayuno. No era la comida gourmet del chef. Eran tostadas quemadas y un café con leche mal hecho.

​—Lo hice yo —dijo, dejando la bandeja en mis rodillas—. No fumo. Ya no fumo. Me lo pediste, y lo dejé.

​Lo miré, confundida.

​—¿Por qué?

​—Porque no quiero que tengas miedo —respondió, sentándose en una silla frente a mí, no en la cama, respetando mi espacio—. Porque quiero que vuelvas, Aris. Extraño tu fuego. Extraño que me odies con energía, no... no este silencio.

​Empezó a tratarme con una ternura desconcertante.

​Por las tardes, me leía. Se sentaba a leer en voz alta novelas clásicas, su voz grave llenando el vacío de mi mente, dándome algo a lo que aferrarme.

​Me bañaba, pero ya no era con la posesividad sexual de antes. Me lavaba el cabello con cuidado infinito, desenredando los nudos que yo había descuidado, masajeando mi cuero cabelludo hasta que mis hombros se relajaban involuntariamente.

​—Eres preciosa —me decía, secándome los pies con una toalla suave—. Eres lo más valioso que existe.

​Una noche, una semana después del incidente del cigarrillo, me desperté por una pesadilla, sudando y jadeando.




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