El contrato Kov ' a

Capítulo 23- Elección

El abrigo pesaba sobre mis hombros, pero esta vez no se sentía como una carga. Era una parka blanca de diseñador, con capucha de piel sintética, que Damián había comprado específicamente para este momento.

​Estaba sentada en el borde de la cama mientras Damián se arrodillaba frente a mí para abrocharme las botas de invierno. Sus movimientos eran lentos, casi reverentes.

​—No quiero que tengas frío —murmuró, atando los cordones con una precisión delicada.

​Levantó la vista. Sus ojos grises, que antes me inspiraban terror, ahora me parecían el único punto fijo en un mundo que daba vueltas. Había ojeras bajo sus ojos. El estrés de verme consumirme lo había afectado a él también.

​—Estoy lista —dije. Mi voz sonaba suave, dócil.

​Damián se puso de pie y me tendió la mano. La tomé sin dudar. Su piel estaba caliente. Hace meses, su tacto me quemaba de odio; hoy, era la única fuente de calor que conocía.

​Caminamos por el pasillo de la casa de seguridad. Ya no intenté memorizar las salidas ni mirar los códigos de los teclados. Esas cosas pertenecían a una Aris que ya no existía.

​Iván abrió la puerta trasera blindada y el aire helado del invierno nos golpeó. Respiré hondo, sintiendo cómo el frío llenaba mis pulmones, despertando terminaciones nerviosas que habían estado dormidas.

​—El jardín es grande —dijo Damián, pasándome un brazo por los hombros para pegarme a su costado—. Podemos caminar hasta la línea de los pinos. Más allá está el muro perimetral.

​Asentí y apoyé mi cabeza en su hombro mientras caminábamos. La nieve crujía bajo nuestras botas. El mundo era blanco, silencioso y hermoso.

​—Gracias —susurré.

​Damián besó la coronilla de mi cabeza, sobre el gorro de lana.

​—Haría cualquier cosa por ti, Aris. Lo sabes, ¿verdad? Todo esto... el encierro, la seguridad... es porque no puedo perderte. El mundo de afuera te lastimaría. Yo te protejo.

​Lo miré. Y por primera vez en mucho tiempo, le creí. O tal vez, mi mente fracturada necesitaba creerle para sobrevivir. Zian había fallado. Mis padres me habían vendido. Damián era el único que, a su manera retorcida, nunca me había dejado ir.

​—Lo sé —respondí, y apreté su mano.

​Sentí cómo la tensión en los hombros de Damián se disipaba. Me sonrió, una sonrisa genuina, casi infantil, al ver que finalmente me estaba rindiendo a él. No por miedo, sino por algo parecido a la devoción.

​Llegamos al límite del bosque permitido. Los pinos altos formaban una barrera natural antes del muro de hormigón de cuatro metros que rodeaba la propiedad.

​—Espera aquí un segundo —dijo Damián, revisando su reloj—. Tengo que verificar el perímetro con Iván por la radio. No te alejes.

​—No me iré —prometí.

​Damián se alejó unos pasos, dándome la espalda para hablar en voz baja por su transmisor. Me quedé allí, admirando cómo los copos de nieve caían lentamente. Me sentía extrañamente en paz. Había aceptado mi destino. Sería la esposa de la torre. Sería suya.

​Di unos pasos hacia uno de los árboles más viejos, un pino de tronco grueso y corteza oscura. Me quité el guante para tocar la textura rugosa de la madera, buscando sentir algo real.

​Mis dedos rozaron la corteza.

​Y se detuvieron.

​Algo no estaba bien.

​En el lado del árbol que miraba hacia el muro exterior, la nieve había sido sacudida de una rama baja. Y clavado en la madera, a la altura de mis ojos, había un objeto pequeño que brillaba débilmente con la luz difusa del sol invernal.

​Me acerqué más, conteniendo el aliento.

​Era un alfiler de corbata. De plata.

​No era cualquier alfiler. Tenía una forma distintiva, grabada con una precisión de joyero: una serpiente enroscada en una daga.

​El símbolo de los Moretti.

​Mi corazón dio un vuelco violento. El pulso se me disparó, rompiendo la calma narcótica en la que había estado viviendo.

​Miré hacia el muro. Alguien había estado aquí. Alguien había escalado, o burlado los sensores, lo suficiente para llegar a este árbol y dejar esto.

Vittorio.

​No me había olvidado. No se había rendido después del desastre de la boda. Había estado vigilando. Había encontrado la casa de seguridad.

​La vieja Aris, la que intentó huir en el aeropuerto, habría sentido esperanza. Habría arrancado el alfiler y corrido hacia el muro, gritando.

​Pero yo ya no era esa mujer.

​Miré el alfiler y sentí... miedo.

​No miedo de Damián. Miedo por Damián. Y miedo a que mi burbuja de paz estallara.

​Si Vittorio estaba aquí, significaba guerra. Significaba sangre. Significaba que vendrían hombres con armas a asaltar la casa. Significaba que Damián volvería a ponerse la armadura de monstruo, que volvería a fumar, que volvería a mirarme con paranoia en lugar de con ternura.

​Miré a Damián a lo lejos. Estaba de espaldas, ancho de hombros, poderoso. Mi carcelero. Mi esposo.

​Una sensación nauseabunda subió por mi garganta. Me di cuenta de que no quería ser salvada. No quería volver al caos. Quería quedarme aquí, en la nieve, con él.

​—Aris, ¿todo bien? —La voz de Damián me sobresaltó. Se estaba girando.

​El pánico me invadió. Si él veía esto, la paz se acabaría. Nos mudaría. Mataría a los guardias por incompetentes. Se volvería loco.

​Actué por instinto.

​Arranqué el alfiler de plata de la corteza con un movimiento brusco, lastimándome la uña. Lo cerré en mi puño apretado.

​—¡Sí! —grité, forzando una sonrisa mientras me giraba para ocultar el árbol a mis espaldas—. Solo... estaba viendo una ardilla.

​Damián caminó hacia mí, la nieve crujiendo bajo sus pasos. Sus ojos escanearon mi rostro, buscando mentiras.

​—Estás pálida —dijo, llegando a mi lado. Tomó mi mano libre y la besó—. Estás temblando. Fue demasiado tiempo afuera.

​—Sí... tengo frío —mentí, metiendo la mano cerrada (la que tenía el alfiler) en el bolsillo profundo de mi parka—. Vamos adentro, Damián. Por favor. Quiero volver a nuestra habitación.




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