Salí del baño con el corazón latiendo desbocado, el sonido de la cadena del inodoro aún resonando en mis oídos como el eco de mi traición a la libertad. Había tirado el alfiler de Vittorio. Había elegido a Damián.
Al entrar en la habitación, esperé encontrar a Damián relajado, esperándome en la cama.
En su lugar, lo encontré de pie, cerrando una maleta de cuero negro con un chasquido seco. Llevaba puesto su abrigo largo y los guantes de piel. Su postura era alerta, eléctrica.
—Vístete, Aris —ordenó sin mirarme—. Usa ropa abrigada pero cómoda. Nos vamos.
Me quedé paralizada.
—¿Qué? ¿A dónde? Pensé que...
—Dije que nos vamos. Ahora.
Su tono no admitía discusión. No era el tono tierno de las últimas semanas, pero tampoco era el del monstruo furioso. Era el tono del General en tiempos de guerra.
Me vestí con manos temblorosas. Pantalones térmicos, botas, la parka blanca. En menos de cinco minutos, estábamos bajando las escaleras. No había servicio. La casa parecía extrañamente vacía, como si supiera que iba a ser abandonada.
Iván nos esperaba en la puerta trasera con una camioneta blindada en marcha.
—¿Está todo despejado? —preguntó Damián.
—El perímetro sur tiene una lectura térmica extraña, señor. Animales, tal vez. O tal vez no —respondió Iván, con la mano en su arma.
—No vamos a esperar a averiguarlo. Salimos por la ruta norte.
Nos subimos a la camioneta. Damián me sentó a su lado en el asiento trasero y entrelazó sus dedos con los míos. El vehículo arrancó, derrapando levemente en la nieve antes de ganar tracción y acelerar hacia la oscuridad del bosque.
Miré por la ventanilla trasera, viendo cómo la casa de seguridad, mi jaula de invierno, desaparecía entre los árboles.
—¿Por qué nos vamos tan rápido? —susurré—. ¿Pasó algo?
Damián no respondió de inmediato. Mantuvo la mirada fija en el camino delantero, su perfil iluminado por las luces del tablero.
—Vi el árbol, Aris.
El aire se congeló en mis pulmones. Mi sangre se volvió hielo.
—¿Qué...? —balbuceé.
—Vi la marca en la corteza. Vi el alfiler de plata que Moretti dejó para ti. —Se giró lentamente para mirarme. Esperé ver furia. Esperé ver el brillo de la locura y el castigo.
Pero no había ira. Había una intensidad brillante, casi febril.
—Y también vi lo que hiciste con él.
Tragué saliva, aterrada.
—Damián, yo...
—Lo arrancaste —continuó él, su voz suave y grave—. Lo escondiste en tu bolsillo para que yo no lo viera, para que no me alterara. Y hace diez minutos, escuché cómo tirabas la cadena del baño.
Me apretó la mano con fuerza.
—Te deshiciste de él. Tuviste la oportunidad de contactarlo, de señalarle nuestra posición, de traicionarme... y elegiste tirarlo por el desagüe.
Las lágrimas picaron en mis ojos.
—No quería que la paz terminara —admití con un hilo de voz—. No quería que volvieras a ser el monstruo. Solo quería... quedarme contigo.
Damián soltó una exhalación temblorosa y, para mi sorpresa, levantó mi mano y la besó con una devoción absoluta, presionando mis nudillos contra sus labios.
—Elegiste protegerme —murmuró contra mi piel—. Elegiste ser mi esposa de verdad. Y por eso, Aris, te he salvado la vida esta noche.
—¿Qué quieres decir?
—Moretti no dejó ese alfiler como una invitación amistosa. Era un marcador. Estaba probando la seguridad. Si lo encontraste hoy, significa que su ataque es inminente. Probablemente esta misma noche. —Damián sonrió, una sonrisa de lobo—. Pero él cree que somos estúpidos. Cree que me quedaría en una posición comprometida.
Miró el reloj en su muñeca.
—Estamos volviendo a la ciudad. Al departamento. Allí es donde pertenecemos. La casa del bosque ya no es segura. Pero no te preocupes... dejé una sorpresa para quien intente entrar.
El viaje de regreso fue silencioso pero cargado de una energía nueva. Ya no éramos captor y cautiva jugando a la casita. Éramos aliados huyendo de un enemigo común.
Al entrar en la ciudad, las luces de los rascacielos me parecieron reconfortantes después de tanto aislamiento blanco.
Llegamos al edificio. La seguridad había sido triplicada. Hombres armados custodiaban el lobby.
Subimos en el ascensor privado. Cuando las puertas se abrieron, el olor familiar a cuero, madera y Tom Ford me recibió. El departamento estaba cálido.
—Siéntate —me dijo Damián, señalando el sofá frente a la enorme pantalla de televisión que usaba para conferencias.
Él tomó un control remoto y encendió el sistema. No puso las noticias. Puso una transmisión en vivo de circuito cerrado.
La imagen era en blanco y negro, granulada, visión nocturna.
Reconocí el lugar al instante.
Era la sala de estar de la casa de seguridad que acabábamos de abandonar. La chimenea aún tenía brasas encendidas.
—¿Qué es esto? —pregunté.
—Mira —dijo Damián, sentándose a mi lado y pasando un brazo por mis hombros.
Observamos la pantalla en silencio.
Pasaron dos minutos.
De repente, los ventanales de la casa se rompieron hacia adentro. Figuras vestidas de negro, con equipo táctico y armas largas, irrumpieron en la sala. Se movían con precisión militar.
—Son los hombres de Moretti —confirmó Damián con frialdad—. Vittorio se cansó de esperar a que lo llamaras. Decidió venir a buscarte.
Vimos cómo los intrusos registraban la habitación, volcando muebles, buscando. Subieron las escaleras (cambió la cámara al pasillo de arriba). Patearon la puerta de nuestro dormitorio.
Dispararon a la cama vacía.
Me estremecí violentamente. Si hubiéramos estado allí... si me hubiera quedado dormida... esas balas habrían sido para nosotros. O peor, habrían matado a Damián y me habrían llevado a mí como trofeo de guerra.
—Están confundidos —narró Damián, acariciando mi brazo para calmarme—. No entienden por qué no estamos. El café aún estaba caliente. La ropa en el armario.