La paz en el departamento era diferente ahora. Ya no era un silencio tenso, sino una calma espesa y protectora. Después de la explosión de la casa de seguridad y la confirmación de la guerra abierta con Moretti, Damián había convertido el edificio en una fortaleza impenetrable.
Pero el verdadero cambio estaba ocurriendo dentro de mí.
Llevaba tres días sintiéndome extraña. Al principio, culpé al estrés postraumático, a la adrenalina de la huida o al cambio de dieta. Pero esa mañana, mientras me cepillaba el cabello frente al espejo del baño, el olor del café de Damián —que siempre me había encantado— llegó desde la cocina y me revolvió el estómago con una violencia inaudita.
Solté el cepillo y corrí hacia el inodoro, cayendo de rodillas sobre el mármol frío.
Vomité hasta que no quedó nada, temblando, con el sudor pegando mi camisón al cuerpo.
Me quedé allí, respirando agitadamente, apoyando la frente en la tapa cerrada.
Cuentas. Empecé a hacer cuentas mentales.
La boda fallida. El encierro en la casa de nieve. Esas noches de pasión desesperada donde Damián me buscaba para asegurarse de que seguía siendo suya...
Un retraso.
Llevaba semanas de retraso.
Me llevé una mano al vientre plano. No se sentía diferente, pero mi instinto, esa voz primitiva que Damián había despertado en mí, gritó la verdad antes de que mi lógica pudiera procesarla.
Abrí el cajón secreto debajo del lavabo. Había pedido discretamente una prueba de embarazo a Iván el día anterior, camuflada entre una lista de productos de higiene femenina. Iván, el eterno soldado, no había hecho preguntas.
Me hice la prueba con manos temblorosas.
Los tres minutos de espera fueron más largos que las semanas de cautiverio.
Miré el palito plástico.
Dos líneas rosadas. Fuertes. Innegables.
Solté el aire que contenía. No sentí miedo. No sentí la angustia que la vieja Aris habría sentido al traer un niño a este mundo de violencia.
Sentí... poder.
Toqué mi vientre de nuevo. Ahí estaba. El heredero. La sangre de Damián y la mía mezcladas. Si antes era importante para él, ahora sería sagrada. Este bebé era mi seguro de vida, mi corona y mi ancla definitiva.
Me levanté, me lavé la cara y me miré al espejo. Mis ojos brillaban con una determinación feroz. Ya no era solo una sobreviviente. Iba a ser madre. Y nadie, ni Moretti ni el destino, tocaría a este niño.
Salí del baño y caminé hacia la sala.
Damián estaba allí, vestido con su traje habitual, enfundando su arma. Estaba ladrando órdenes por teléfono.
—...quiero el perímetro ampliado dos calles. Si veo un solo coche sospechoso, lo vuelan. No me importa si es el Papa. —Colgó bruscamente al verme—. Aris, estás pálida. ¿Sigues mal del estómago? Llamaré al médico ahora mismo.
Su preocupación fue instantánea. Cruzó la sala en dos zancadas para llegar a mí, poniendo una mano en mi frente y la otra en mi cintura.
—No tengo fiebre —dije suavemente, quitando su mano de mi frente y llevándola a mi vientre, sobre la seda del camisón.
Damián frunció el ceño, confundido por el gesto.
—¿Te duele ahí? ¿Comiste algo en mal estado?
—No, Damián. No es dolor.
Lo miré a los ojos, esos ojos grises de tormenta que habían sido mi pesadilla y ahora eran mi refugio.
—Estoy embarazada.
El tiempo se detuvo en el departamento. El ruido de la ciudad, el zumbido del aire acondicionado, todo desapareció.
Damián se quedó congelado. Su boca se abrió ligeramente, pero no salió ningún sonido. Miró mi vientre, donde su mano descansaba, y luego volvió a mirar mis ojos, buscando una broma, una mentira, un error.
—¿Qué... qué dijiste?
—Dije que vamos a tener un bebé —repetí, sonriendo levemente—. Hice la prueba. Es positivo.
La reacción de Damián fue visceral.
El hombre que había ordenado explosiones y asesinatos sin parpadear, de repente pareció perder la fuerza en las piernas. Cayó de rodillas frente a mí, no en señal de derrota, sino de adoración absoluta.
—¿Un hijo? —susurró, su voz ronca y quebrada—. ¿Llevas a mi hijo ahí dentro?
—O hija —corregí, acariciando su cabello oscuro.
Damián pegó su oreja a mi vientre, cerrando los ojos con fuerza. Sus manos grandes rodearon mi cintura, aferrándose a mí como si fuera lo único sólido en el universo.
—Mío —gruñó contra la tela, y sentí la vibración de su voz en mi piel—. Sangre de mi sangre. Vida de mi vida.
Levantó la cabeza. Sus ojos estaban húmedos, brillando con una intensidad que daba miedo.
—Nadie te tocará nunca más, Aris. Te lo juro por mi vida. Quemaré el mundo entero antes de dejar que algo les pase a ti o a él.
Se puso de pie y me besó. No fue un beso de deseo. Fue un beso de gratitud, de pacto sagrado. Me levantó en brazos y dio vueltas conmigo, riendo, una risa liberada y eufórica que nunca había escuchado antes.
—¡Voy a ser padre! —exclamó, dejándome en el sofá con cuidado excesivo, como si fuera de cristal—. Tienes que descansar. No te muevas. ¿Tienes hambre? ¿Qué necesitas? Compraré lo que sea.
—Damián, estoy embarazada, no inválida —me reí, contagiada por su alegría oscura.
—Para mí, eres el Santo Grial —dijo, muy serio—. Y ahora... ahora todos lo sabrán.
Damián tomó su teléfono y marcó un código general.
—Iván. Reúne a todos. En la sala principal. Ahora. Equipo Alpha, Beta y Omega. Todo el personal de servicio. Quiero a todo el mundo aquí en cinco minutos.
Poco después, la sala estaba llena. Había más de veinte hombres armados, además del personal de limpieza y cocina. Todos miraban a Damián con nerviosismo, esperando una orden de guerra o una ejecución.
Damián se paró en el centro, conmigo sentada en el sofá a su derecha, su mano descansando posesivamente sobre mi hombro.
—Escuchen bien, porque no lo voy a repetir —empezó Damián. Su voz era tranquila, pero tenía el filo de una guillotina—. Hasta hoy, su trabajo era protegerme a mí y a mis intereses.