El contrato Kov ' a

Capítulo 26- Amargo

La puerta de acero de la habitación del pánico se cerró con un golpe hermético, aislándome del caos de la fiesta, de la música y del miedo. El silencio aquí dentro era absoluto, zumbando en mis oídos.

​Me quedé parada en medio del cuarto blindado, abrazando mi vientre. Las paredes estaban forradas de monitores apagados y estantes con suministros.

"El heredero no nacerá".

​La amenaza de Moretti resonaba en mi cabeza. Alguien quería matar a mi hijo. Alguien quería abrirme en canal para sacar el futuro de los Kova antes de que respirara.

​Miré mis manos. Estaban vacías. Temblaban.

​Siempre había dependido de alguien. De Zian para consolarme. De Mateo para decepcionarme. De Damián para protegerme. Pero Damián estaba afuera, peleando. ¿Y si fallaba? ¿Y si lograban entrar aquí?

​Yo era una oveja esperando al lobo.

​—No —susurré, y la palabra rebotó en las paredes de metal.

​Mis ojos recorrieron la habitación hasta detenerse en un armario de metal gris. Lo abrí.

​Ahí estaban.

​Un arsenal. Rifles de asalto, chalecos antibalas y, en un estante más bajo, varias pistolas de mano.

​Tomé una Glock 19 (g18) negra. Pesaba más de lo que imaginaba. El metal estaba frío, pero al cerrar mis dedos alrededor de la empuñadura, sentí una extraña descarga eléctrica. No era miedo. Era... capacidad.

​Me miré en el pequeño espejo de seguridad del armario. Vestido de maternidad, embarazada, con una pistola en la mano. La imagen era grotesca y hermosa a la vez.

​Ya no podía esconderme detrás de Damián. Si quería ser la madre del heredero de la mafia, tenía que dejar de ser la princesa en la torre. Tenía que convertirme en el dragón.

​Treinta minutos después, los cerrojos de la puerta blindada giraron.

​Levanté la pistola con ambas manos, apuntando a la entrada, aunque mis brazos temblaban por el peso.

​La puerta se abrió.

​Damián entró.

​Tenía la camisa desabotonada y una mancha de sangre fresca en el puño derecho. Sus ojos escanearon la habitación frenéticamente hasta encontrarme.

​Al ver el arma apuntando a su pecho, se detuvo en seco. No se asustó. Sus ojos brillaron con orgullo.

​—Baja eso, amor. Soy yo.

​Bajé el arma lentamente, pero no solté el agarre.

​—¿Están todos muertos? —pregunté. Mi voz era firme, irreconocible.

​Damián cerró la puerta detrás de él y caminó hacia mí. Me quitó el arma con suavidad, puso el seguro y la dejó sobre una mesa.

​—Fue una falsa alarma —dijo, tomando mi rostro entre sus manos. Sus pulgares limpiaron una lágrima seca de mi mejilla—. No eran sicarios de Moretti. La seguridad perimetral se disparó por... un intruso solitario.

​—¿Un intruso? —fruncí el ceño—. ¿Quién?

​Damián sostuvo mi mirada sin parpadear. Era el mejor mentiroso del mundo, porque creía sus propias mentiras si servían para protegerme.

​—Un ladrón. Un idiota que intentó aprovechar la fiesta para robar en los autos de los invitados. Mis hombres se pusieron nerviosos y activaron el protocolo de amenaza biológica por error.

​—¿Y la amenaza? ¿La cabeza?

​—Moretti está jugando con nuestra mente. Pero hoy... hoy no hubo peligro real. Ya me encargué del ladrón.

​Me abrazó, pegando mi cabeza a su pecho para que no viera sus ojos.

​Pero Damián no me dijo la verdad.

​No me dijo que el "intruso" había entrado por el ascensor de servicio usando una tarjeta robada.

No me dijo que el hombre no llevaba armas, sino un plan desesperado para sacarme de allí en medio de la confusión.

No me dijo que, cuando Iván lo arrastró hasta el despacho privado, el hombre gritó mi nombre.

Zian.

​Había vuelto. Había leído sobre la fiesta en las noticias y pensó que era su última oportunidad. Damián lo había encontrado en el despacho, forcejeando.

"Déjala ir, Kova. Ella no es esto. Vas a matarla."

​Damián lo había mirado con una frialdad absoluta. Zian era un cabo suelto. Era un recordatorio de la Aris que yo solía ser. Y, lo más peligroso, era alguien a quien yo aún podía amar por lástima.

"Ella ya no existe, chico. Y tú tampoco."

​El disparo había sido limpio. Silenciado. Un solo tiro en el corazón.

​El cuerpo de Zian ya estaba siendo disuelto en ácido en un sótano industrial al otro lado de la ciudad. No habría tumba. No habría despedidas. Aris nunca sabría que su mejor amigo murió intentando salvarla por segunda vez.

​—Todo está bien —me mintió Damián, besando mi cabello—. Estamos a salvo.

​Me separé de él y miré la pistola en la mesa.

​—No quiero volver a sentirme así, Damián —dije, ignorando su mentira sobre el ladrón. No me importaba quién había entrado. Me importaba que había sentido terror.

​—No volverá a pasar.

​—No. —Negué con la cabeza—. Tú no puedes estar en todas partes. Si entran cuando tú no estás... si tocan a mi hijo...

​Lo miré a los ojos, mis pupilas dilatadas por una nueva oscuridad.

​—Enséñame —ordené.

​Damián arqueó una ceja.

​—¿A qué?

​—A matar. Enséñame a disparar. Enséñame a usar cuchillos. No quiero ser solo tu esposa trofeo. Quiero ser tu socia. Quiero ser capaz de defender esta casa si tú caes.

​Damián sonrió. Fue una sonrisa terrorífica y satisfecha. Había logrado lo que siempre quiso: corromperme por completo. Ya no había vuelta atrás a la luz.

​—Como ordenes, mi Reina. Mañana empezamos.

5 años después...

​El sonido de los disparos era rítmico, casi hipnótico.

Bang. Bang. Bang.

​En la galería de tiro privada del sótano, me quité los protectores auditivos y presioné el botón para traer el objetivo de papel.

​La silueta humana tenía tres agujeros perfectos. Uno en el corazón. Dos en la cabeza.

​—Buena agrupación, mamá. Pero te tardaste 0.5 segundos en desenfundar.

​Me giré.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.