El contrato Kov ' a

Capítulo 27- Rey

Tres meses. Noventa días de gloria embriagadora.

​Durante ese tiempo, Vittorio y yo desmantelamos el imperio Kova pieza por pieza. Con los poderes notariales que Damián había firmado en su estupor, transferimos propiedades, vaciamos cuentas en paraísos fiscales y desviamos contratos navieros hacia la familia Moretti. Todo...parecia muy fácil...sentía esa pizca de sospecha.

​Damián había desaparecido del ojo público. Los rumores decían que estaba enfermo, recluido en su departamento, muriendo lentamente de una insuficiencia cardíaca misteriosa.

​Yo me sentía intocable. Vivía en la mansión de Vittorio, con Nikolai jugando en jardines custodiados por hombres que juraban lealtad a mi nuevo esposo. Creí que había ganado. Creí que el monstruo estaba agonizando.

​Esa noche era la estocada final.

​Vittorio y yo habíamos convocado una junta extraordinaria de accionistas en la Torre Kova. Íbamos a tomar el control físico del edificio y anunciar la fusión hostil que borraría el apellido de Damián de la historia de la ciudad.

​Entramos en la sala de juntas del piso 50 con la frente en alto. Yo llevaba un traje blanco impecable; Vittorio, un esmoquin de terciopelo azul.

​La sala estaba llena de ejecutivos nerviosos. La silla presidencial, en la cabecera de la mesa de obsidiana, estaba vacía.

​—Señores —comenzó Vittorio, extendiendo los brazos con teatralidad—. Gracias por venir. Hoy comienza una nueva era. La era de la eficiencia. La era Moretti.

​Caminé hacia la cabecera de la mesa. Puse mi mano sobre el respaldo de la silla de cuero de Damián. Se sentía fría.

​—Damián Kova no está en condiciones de liderar —anuncié, mi voz firme—. Su salud ha colapsado. Como su exesposa y madre de su heredero, he tomado la decisión de intervenir para salvar el patrimonio de mi hijo.

​—¿Salvarlo? —preguntó una voz profunda desde las sombras de la esquina de la sala.

​Todos nos giramos.

​Una puerta lateral, que solía ser decorativa, se abrió.

​Y el infierno se congeló.

​Damián Kova entró en la sala.

​No estaba pálido. No estaba delgado. No temblaba.

​Caminaba con la energía depredadora de un tigre que ha descansado demasiado tiempo y ahora tiene hambre. Llevaba un traje negro hecho a medida que se ajustaba a sus hombros anchos, y en su mano sostenía una manzana verde, que mordió con un crujido insolente que resonó en el silencio sepulcral.

​—Damián... —El nombre se me escapó como un suspiro de terror.

​Vittorio palideció, retrocediendo un paso.

​—¡Esto es imposible! —gritó Moretti—. ¡Tú deberías estar en cama! ¡Los informes médicos...!

​—¿Los informes que firmó el Dr. Evans? —Damián sonrió, masticando la manzana con calma—. Evans trabaja para mí, Vittorio. Siempre lo ha hecho.

​Damián caminó hacia la mesa, ignorando a los accionistas aterrorizados, y se detuvo frente a mí. Me miró con una mezcla de diversión y decepción, como un maestro viendo a una alumna fallar un examen fácil.

​—¿Digitalis, Aris? —preguntó suavemente—. ¿En serio? Es el truco más viejo del libro. Mi padre me inmunizó con microdosis de venenos desde que tenía doce años. Ese polvo que pusiste en mi café solo le daba un sabor amargo... y me provocaba un ligero dolor de cabeza. Nada que un par de aspirinas no curaran.

​Sentí que las rodillas me fallaban. Me aferré a la silla para no caer.

​—Lo sabías... —susurré—. Firmaste los papeles.

​—Firmé papeles falsos —corrigió él—. Cambiaste las hojas, sí. Pero yo cambié la tinta del bolígrafo esa mañana. Tinta simpática, amor. Desaparece en 24 horas. Esos documentos que tienes en tu caja fuerte ahora son hojas en blanco.

​Damián tiró el corazón de la manzana a la papelera con un tiro perfecto.

​—Te dejé jugar, Aris. Te dejé correr con tu nuevo amiguito durante tres meses. Quería ver hasta dónde llegaban. Quería ver quiénes eran las ratas que saltaban del barco para unirse a ustedes. —Sus ojos se oscurecieron—. Y quería ver si eras capaz de traicionarme de verdad.

​Se giró hacia Vittorio, que estaba buscando su arma disimuladamente bajo el saco.

​—No lo hagas, Moretti —advirtió Damián—. Mira los puntos rojos.

​Vittorio miró su propio pecho. Tres láseres bailaban sobre su corazón. Los francotiradores estaban en los edificios adyacentes.

​—Tus hombres en el lobby están muertos —informó Damián con frialdad—. Tus cuentas en Suiza han sido vaciadas esta mañana por mis hackers mientras venías hacia aquí. Y tu mansión... bueno, digamos que ya no es segura.

​Vittorio se volvió hacia mí, desesperado.

​—¡Tenemos al niño! —gritó Moretti, agarrándome del brazo y usándome de escudo—. ¡Nikolai está en mi casa! ¡Si no nos dejas salir, doy la orden y...!

​Damián soltó una carcajada. Una risa oscura, genuina y aterradora.

​Sacó su teléfono del bolsillo y lo deslizó sobre la mesa hacia nosotros.

​En la pantalla había una videollamada en vivo.

​Nikolai estaba sentado en el suelo, comiendo helado y viendo dibujos animados. Pero no estaba en la mansión Moretti. Estaba en la antigua habitación de pánico del departamento, rodeado por Iván y dos guardias armados hasta los dientes.

​—Recuperé a mi hijo hace una hora —dijo Damián, su voz bajando a un tono letal—. Mientras ustedes jugaban a ser ejecutivos, mi equipo Delta entró en tu casa, Vittorio. Mataron a tus niñeras. Y se llevaron a mi heredero.

​Miré la pantalla. Mi hijo estaba a salvo... pero estaba con él.

​—Nikolai... —sollocé.

​Damián me miró. Ya no había amor en sus ojos. Había posesión.

​—Creíste que podías robarme a mi hijo y mi imperio. Creíste que podías casarte con este payaso y salir impune.

​Damián hizo una señal con la mano.

​Las ventanas de la sala de juntas estallaron hacia adentro al mismo tiempo que los hombres de Damián irrumpían por las puertas.

​—¡Llévense a Moretti! —ordenó Damián—. Al sótano. Quiero que dure semanas. Que se arrepienta de haber nacido.




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