Despertar no fue un alivio; fue una condena.
Abrí los ojos esperando la oscuridad del sótano de Moretti o la luz aséptica de un hospital. Pero lo que vi fue el techo familiar del dormitorio principal del departamento Kova. El mismo candelabro de cristal, las mismas molduras elegantes.
Por un segundo, pensé que los últimos tres meses habían sido una pesadilla. Que nunca escapé, que nunca me casé con Vittorio, que nunca intenté destruir a Damián.
Pero entonces intenté sentarme.
El sonido metálico me devolvió a la realidad.
Cling.
Miré mi muñeca izquierda. Un brazalete de acero acolchado la rodeaba, conectado a una cadena corta que, a su vez, estaba asegurada a la cabecera de la cama.
No era un grillete electrónico elegante como el de la primera vez. Era una cadena física. Primitiva. Innegable.
—Bienvenida a casa.
Giré la cabeza. Damián estaba sentado en el sillón de lectura, observándome. Llevaba una camisa blanca arremangada y un vaso de whisky en la mano. Se veía agotado, pero sus ojos ardían con esa intensidad maníaca que me aterrorizaba.
—¿Dónde está Nikolai? —fue lo primero que salió de mi garganta seca.
Damián tomó un sorbo de su bebida, tomándose su tiempo.
—Nikolai está en su cuarto. Durmiendo. Iván está en la puerta. Nadie entra, nadie sale.
Tiró de la cadena ligeramente con la mirada.
—Tú, por otro lado, no vas a salir de esta cama hasta que yo lo decida.
—Suéltame, Damián —siseé, tirando inútilmente del metal. Mi piel estaba enrojecida donde el acero rozaba—. Esto es una locura. Soy la madre de tu hijo.
—Eras mi esposa —corrigió él con voz gélida—. Eras mi socia. Y conspiraste con mi enemigo para matarme y robarme todo. En cualquier otra circunstancia, Aris, ya estarías en el fondo del río con zapatos de cemento. La única razón por la que respiras... es porque ese niño te necesita.
Se levantó y caminó hacia la cama. Se sentó en el borde, fuera de mi alcance.
—Las reglas han cambiado. Ya no hay confianza. Ya no hay "espacio personal". A partir de ahora, te ganas cada privilegio.
—¿Privilegio? —escupí—. ¿Respirar es un privilegio?
—Ver a Nikolai es un privilegio —sentenció.
El mundo se detuvo.
—No puedes hacerme eso. No puedes alejarme de él.
—Puedo. Y lo haré. —Damián dejó el vaso en la mesita de noche—. Nikolai cree que mamá estuvo "muy enferma" y que necesita reposo absoluto. No sabe nada de tu traición. Y quiero que siga así.
Se inclinó hacia mí, agarrando mi barbilla con fuerza.
—Si quieres verlo, tendrás que demostrarme que eres digna de ser su madre otra vez. Tendrás que demostrarme que no vas a envenenarlo a él también para escapar.
Las lágrimas de impotencia llenaron mis ojos.
—Nunca le haría daño a Niko.
—¿Ah, no? —Damián soltó una risa amarga—. Lo usaste como peón en tu guerra con Moretti. Lo expusiste al peligro al intentar sacarlo del país con ese imbécil. No, Aris. Perdiste tu derecho a decidir.
Los días siguientes fueron una tortura diseñada al milímetro.
Damián me soltaba de la cama solo para ir al baño (con la puerta abierta, vigilada por él) y para ducharme. La comida me la traía él mismo. No había servicio. No había guardias dentro de la habitación. Solo nosotros dos en una burbuja de odio y silencio.
Me había quitado todo. No tenía libros. No tenía televisión. Las ventanas habían sido reforzadas y polarizadas; no podía ver la ciudad, y la ciudad no podía verme a mí.
Pero lo peor era el silencio del pasillo.
A veces, escuchaba la risa de Nikolai a lo lejos. Escuchaba sus pasos corriendo. Y yo gritaba su nombre, golpeando la puerta cerrada.
—¡Niko! ¡Mamá está aquí!
Pero las paredes estaban insonorizadas. Damián se había asegurado de eso.
Al cuarto día, me rompí.
Damián entró con la cena. Dejó la bandeja sobre la mesa y se disponía a salir cuando me arrojé al suelo, agarrando sus piernas. La cadena de mi muñeca se tensó al máximo, cortándome la circulación, pero no me importó.
—Por favor... —sollocé, abrazada a sus rodillas—. Por favor, Damián. Déjame verlo. Solo cinco minutos. Haré lo que quieras. Firmaré lo que sea. Me quedaré encadenada para siempre si quieres, pero déjame abrazarlo.
Damián se quedó inmóvil. Miró hacia abajo, viéndome reducida a esto: una mujer sucia, despeinada, llorando a sus pies. La reina que había intentado matarlo ya no existía.
Se agachó y me levantó del suelo, sentándome en la cama.
—¿Harás lo que sea? —preguntó suavemente, apartando el cabello de mi cara sudorosa.
—Lo que sea —prometí.
—Bien. —Damián sacó una llave pequeña de su bolsillo.
Abrió el candado de mi muñeca. El metal cayó con un ruido sordo. Me froté la piel magullada, incrédula.
—Vas a bañarte. Te vas a poner un vestido bonito. Te vas a maquillar para ocultar esas ojeras. Y vas a sonreír. —Su voz se endureció—. Vamos a cenar con Nikolai en el comedor. Si lloras, si le dices algo extraño, si intentas correr hacia la puerta... Iván se lo llevará y no volverás a verlo en un mes. ¿Entendido?
Asentí frenéticamente.
—Entendido.
Una hora después, estaba sentada a la mesa del comedor. Llevaba un vestido azul pálido que Damián había elegido. Mis manos temblaban bajo la mesa, pero mi rostro estaba compuesto.
Damián estaba en la cabecera.
Iván entró con Nikolai.
Mi hijo corrió hacia mí.
—¡Mami!
El impacto de su pequeño cuerpo contra el mío casi me hizo caer de la silla. Lo abracé con tanta fuerza que temí lastimarlo, oliendo su cabello, sintiendo su calor. Era real. Estaba bien.
—Te extrañé, mi amor —susurré, conteniendo las ganas de llorar a gritos.
—Papá dijo que estabas malita de la cabeza —dijo Nikolai, mirándome con sus grandes ojos grises—. ¿Ya te curaste?
Miré a Damián. Él me observaba desde el otro lado de la mesa, con el tenedor en la mano, esperando mi respuesta. Era una prueba.