Una semana después de la ejecución de Mateo, el silencio en el departamento se rompió, no por gritos, sino por el repiqueteo de unos tacones ajenos.
Estaba sentada en el sofá, mirando a la nada, cuando Damián entró seguido de una mujer.
—Aris —dijo él. Su tono era casual, como si no hubiera matado a mi hermano hace unos días—. Quiero que conozcas a Valeria.
Levanté la vista lentamente.
Valeria era joven. Veintitantos años. Tenía una belleza afilada, con cabello castaño brillante, curvas que su uniforme de "institutriz" apenas ocultaba y una sonrisa ensayada que no llegaba a sus ojos oscuros.
—Es la nueva niñera de Nikolai —explicó Damián, poniendo una mano en la espalda baja de la mujer, un gesto innecesariamente íntimo—. Iván está ocupado con la seguridad perimetral y tú... bueno, tú no has estado muy presente últimamente. Necesitamos a alguien que se encargue del niño.
Sentí un pinchazo en el pecho. No era dolor. Era territorialidad.
—Yo cuido a mi hijo —dije con voz ronca.
—Valeria tiene un máster en pedagogía infantil y habla tres idiomas —continuó Damián, ignorándome. Se giró hacia ella y le sonrió con un encanto que solía reservar para mí—. Y además, prepara un espresso excelente. ¿Verdad?
Valeria soltó una risita coqueta, tocando el brazo de Damián con una familiaridad que me hizo hervir la sangre.
—Hago lo que puedo para complacer, Señor Kova.
Damián me miró de reojo, buscando una reacción. Sabía exactamente lo que estaba haciendo. Me estaba mostrando que era reemplazable. Que si yo me convertía en un fantasma, él buscaría a alguien vivo.
—Bienvenida a la casa, Valeria —dijo Damián—. Mi esposa te mostrará... o mejor, yo mismo te daré el recorrido. El dormitorio principal tiene una vista que no te querrás perder.
Valeria se sonrojó y asintió, lanzándome una mirada de superioridad apenas velada antes de seguir a mi marido por el pasillo.
Me quedé sola en la sala, con las uñas clavadas en la palma de mi mano.
Él quería una reacción. Quería que la reina despertara.
Y lo estaba consiguiendo.
Me levanté y fui a buscar a Nikolai. Necesitaba anclarme a él.
Lo encontré en el vestidor de Damián.
La puerta estaba entreabierta. Nikolai, de cinco años, estaba sentado en el suelo, jugando con los zapatos de su padre.
Me detuve en el umbral.
Damián no había limpiado bien sus zapatos de esa noche. Había sido descuidado a propósito. En la suela de uno de sus mocasines de cuero italiano, había una mancha oscura, seca, metida en el relieve de la suela.
Sangre de Mateo.
Nikolai tenía el zapato en la mano. Lo estaba examinando con una curiosidad científica, pasando su dedo pequeño por la mancha.
—Niko... —susurré, entrando rápido—. Deja eso. Está sucio.
Nikolai levantó la vista. No se asustó. No soltó el zapato. Sus ojos grises, idénticos a los de su padre, me evaluaron con una frialdad que un niño no debería tener.
—Es pintura roja de papá —dijo Nikolai, pero su tono indicaba que sabía que era mentira.
—Sí, es pintura. Dámelo.
Le quité el zapato y lo tiré al fondo del armario. Me agaché frente a él y vi que tenía las manos manchadas de esa sustancia seca.
—Vamos a lavarte las manos —dije, sintiendo náuseas.
—Mamá, ¿por qué lloras? —preguntó él, ladeando la cabeza.
Me toqué la mejilla. Estaba húmeda. No me había dado cuenta.
—No estoy llorando. Solo... me entró algo en el ojo.
Nikolai suspiró, un sonido de impaciencia adulta que me heló la sangre.
—Papá dice que las mujeres lloran para manipular —dijo con voz monótona—. Pero conmigo no funciona, mamá.
Me quedé paralizada.
—¿Qué dijiste?
Nikolai se puso de pie y se limpió las manos en sus pantalones, arruinando la tela cara.
—Dije que dejes de llorar. Te ves fea.
Se dio la vuelta y salió del vestidor caminando con las manos en los bolsillos, con la misma postura arrogante que Damián usaba cuando cerraba un trato.
Me quedé de rodillas en el suelo, mirando la espalda de mi hijo.
No era un niño normal.
Había crecido viendo armas en la mesa del desayuno. Había crecido viendo cómo su padre daba órdenes de vida o muerte.
Damián no solo lo estaba criando; lo estaba clonando.
Estaba creando a otro monstruo. Y yo, en mi debilidad, lo había permitido.
Esa noche, durante la cena, la tensión estalló.
Valeria se había sentado a la mesa con nosotros, invitada por Damián. Llevaba un vestido demasiado corto y se inclinaba constantemente hacia él para servirle vino o reírse de sus comentarios.
Nikolai comía en silencio, observando todo.
—Señor Kova, ¿necesita algo más? —preguntó Valeria, poniendo una mano sobre el hombro de Damián—. Tal vez un masaje más tarde... se ve tenso.
Damián me miró. Sus ojos brillaban, desafiantes.
—Tal vez, Valeria. Es una oferta tentadora.
Fue suficiente.
Dejé caer mis cubiertos sobre el plato de porcelana. El sonido metálico resonó como un disparo.
—¡Basta! —dije. Mi voz no tembló.
Valeria me miró, sorprendida, con una falsa inocencia.
—¿Pasa algo, señora Aris?
Me levanté despacio. Caminé hacia ella. Valeria se mantuvo sentada, confiada en la protección de Damián.
—Levántate —ordené.
—Disculpe, yo solo estoy...
—¡Dije que te levantes de mi mesa! —grité, golpeando la madera con la palma de la mano.
Valeria saltó de la silla, asustada. Miró a Damián buscando ayuda, pero Damián no se movió. Se reclinó en su silla, observando la escena con una fascinación depredadora. Estaba disfrutando el espectáculo.
Me acerqué a Valeria hasta invadir su espacio personal. Ella era más alta, pero yo era más peligrosa.
—Escúchame bien, niña —siseé—. Puedes servirle el vino. Puedes limpiar los juguetes de mi hijo. Pero no te confundas. Aquí no eres la señora de la casa. Eres la servidumbre.