La mañana siguiente a la cena con el policía, el ambiente en el departamento era irrespirable. Damián se había encerrado en su despacho desde el amanecer, gritando por teléfono a sus abogados para encontrar una forma legal (o ilegal) de echar al Detective Miller del edificio.
Era mi oportunidad.
Caminé hacia el área de servicio, donde estaba la habitación de Valeria. La puerta estaba abierta.
La encontré de espaldas, tirando ropa dentro de una maleta barata con movimientos violentos y espasmódicos. Sus hombros se sacudían. Estaba llorando, pero eran lágrimas de rabia, no de tristeza.
Me apoyé en el marco de la puerta, observándola en silencio.
—¿Vienes a burlarte? —escupió Valeria sin girarse, reconociendo mi presencia. Se secó la cara con el dorso de la mano, manchándose la mejilla de rímel negro—. Adelante. Disfruta. Tú ganaste. El Rey te eligió a ti.
Entré en la habitación y cerré la puerta suavemente tras de mí.
—Él no me eligió, Valeria —dije con voz fría—. Él me posee. Hay una gran diferencia.
Valeria se giró, sorprendida por mi tono. Tenía los ojos hinchados y el maquillaje corrido. Se veía patética, pero en sus ojos oscuros brillaba un odio profundo hacia el hombre que la había usado y desechado en menos de 24 horas.
—Me llamó "basura" —sollozó ella, la humillación brotando de nuevo—. Me dijo que no servía ni para calentarle la cama. Que recogiera mis cosas y me largara antes de que me hiciera sacar por seguridad.
Me acerqué a ella. Valeria se tensó, esperando quizás una bofetada o un insulto final.
En lugar de eso, metí la mano en el bolsillo de mi bata y saqué un brazalete.
Era una pieza de tenis de diamantes, platino puro. Damián me lo había regalado después del nacimiento de Nikolai. Valía más que el sueldo de Valeria de diez años.
Lo dejé caer sobre la cama, encima de su ropa desordenada. Los diamantes brillaron obscenamente bajo la luz de la mañana.
Valeria miró la joya, luego a mí, confundida.
—¿Qué es esto?
—Es tu liquidación —dije—. Y tu venganza.
—No entiendo.
—Damián te humilló. Te trató como si fueras desechable. —Di un paso más cerca, bajando la voz—. ¿Quieres irte de aquí llorando como una niña, o quieres irte sabiendo que le devolviste el golpe?
El llanto de Valeria se detuvo. Su expresión cambió. La codicia y el rencor lucharon en su rostro, y el rencor ganó.
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó, mirando el brazalete con hambre.
—Vas a salir de este edificio escoltada por Iván. Te llevarán hasta la calle. —Saqué un pequeño papel doblado de mi otro bolsillo—. Cuando pases por el lobby, o cuando estés fuera... necesito que le entregues esto al vecino del 40B. Al Detective Lucas Miller.
Valeria tomó el papel.
—¿Una nota de amor para el policía? —se burló, aunque guardó el papel en su sostén rápidamente.
—No. Es la combinación de la entrada de servicio y los horarios de cambio de guardia —mentí a medias; en realidad, era una petición de extracción inmediata para Nikolai—. Si Lucas recibe esto, Damián tendrá problemas reales. Problemas que le dolerán más que cualquier chisme.
Valeria sonrió. Fue una sonrisa fea, torcida por el despecho.
—Espero que el policía lo destruya —siseé ella con veneno—. Espero que Damián se pudra en la cárcel. Es un cerdo arrogante.
Tomó el brazalete de diamantes y se lo guardó en el bolsillo de sus jeans apretados.
—Trato hecho, señora Kova. —Cerró su maleta con un golpe seco—. Dile a tu marido que se vaya al infierno de mi parte.
—Se lo diré —aseguré.
Diez minutos después, observé desde el pasillo cómo Iván escoltaba a Valeria hacia el ascensor.
Damián salió de su despacho en ese momento, con una taza de café en la mano. Miró a la niñera con indiferencia absoluta, como si fuera un mueble viejo que estaban sacando a la basura.
—Asegúrate de que no se haya robado nada, Iván —ordenó Damián sin siquiera mirarla a la cara.
Valeria se detuvo. Sus nudillos se pusieron blancos en el asa de la maleta. Levantó la vista y miró a Damián con un odio puro.
—No necesito robarle nada, Señor Kova —dijo ella con una dignidad repentina—. Su esposa ya me dio todo lo que merezco.
Damián frunció el ceño, confundido, y se giró hacia mí.
Yo estaba apoyada en la pared, con los brazos cruzados y una expresión impasible.
—Le di una propina, Damián —dije con calma—. Para que no haga escándalo con la prensa. Sabes cómo son estas chicas cuando las despiden.
Damián pareció satisfecho con mi respuesta pragmática.
—Bien pensado, Aris. —Le hizo un gesto a Iván—. Sácala.
Las puertas del ascensor se cerraron, llevándose a mi aliada improbable.
Las horas pasaron con una lentitud agónica.
Cada vez que mi teléfono (que Damián me permitía usar bajo supervisión) vibraba, mi corazón saltaba. Pero sabía que Lucas no me llamaría. Sería demasiado peligroso.
A las 4:00 p.m., estaba en la cocina preparándole un sándwich a Nikolai cuando escuché un ruido en el pasillo exterior del edificio, al otro lado de la puerta blindada.
No era el timbre. Era un sonido suave, de roce. Como algo deslizándose por el suelo.
Miré a los guardias en la sala. Estaban distraídos viendo un partido de fútbol en sus tablets.
Caminé hacia la entrada principal.
—¿Señora? —preguntó uno de los guardias, alertándose.
—Creí escuchar algo —dije—. Tal vez el servicio de limpieza.
Me acerqué a la puerta y miré por la mirilla digital. No había nadie. Pero cuando bajé la vista, vi la esquina de un sobre amarillo que había sido deslizado por debajo de la puerta blindada, aprovechando la mínima holgura del umbral.
Mi corazón se detuvo.
Me agaché rápidamente, fingiendo atarme la zapatilla de casa, y recogí el sobre, metiéndolo en mi manga con un movimiento fluido que había perfeccionado durante años de vivir con un criminal.