—¡Ah! —gruñó el conductor al experimentar esa desagradable sensación del café caliente sobre su piel.
Gran parte de la bebida salió volando por los aires antes de que el hombre pudiera controlar el recipiente. Con mucho cuidado y presa de aquel ardor, colocó lo que le quedaba en el portavaso cerca de la palanca de velocidades. Tuvo que soportar la tortura durante unos segundos porque sabía que una distracción por la noche, en la carretera y a esa velocidad, le provocaría un accidente.
Aquel había sido un día terrible y ahora lo estaba cerrando con un descuido que le dejaría marcada la mano. No pudo mitigar el dolor y deseaba con todas sus fuerzas detenerse.
La carretera estaba atípicamente transitada aquella noche. Muchas veces la había recorrido y no recordaba una situación semejante. Su jornada había empezado mal y seguía empeorando.
—El acotamiento —dijo para sí en voz baja al verlo sintiendo un poco de alivio.
Recordó entonces que llevaba un poco de hielo en la parte de atrás, así que tuvo que actuar rápido. Después de un corto señalamiento con las direccionales, aparcó violentamente en la orilla; en respuesta, escuchó uno o dos fuertes sonidos de claxon a manera de reclamo.
La mano de aquel hombre sintió volver a la vida cuando se introdujo en la fría temperatura, entre bebidas de lata y trozos de hielo. Agregó luego una pomada vieja y una venda, y fue todo. Al menos disminuyó su molestia.
Aún faltaba mucho por recorrer y en ese momento llegó a considerar dar media vuelta y regresar a casa, así como su esposa se lo había pedido; pero hacerlo sería darle la razón y lo pondría en una situación que ningún hombre debía tolerar, al menos ese era su pensamiento.
Minutos después estaba de nuevo al volante reanudando su viaje. Su mirada se perdía en la carretera a una inusual velocidad mientras sus problemas ocupaban cada vez más su atención sin que se diera cuenta. Como siempre, había olvidado colocarse el cinturón de seguridad, eso sólo estorbaba –era su opinión–. En tantos años de manejar nunca había sufrido un accidente, y sabía que, si estaba concentrado no tenía por qué ocurrir.
Una fotografía de tres niños pequeños y una mujer descansaba incrustada en el tablero. Los cuatro se veían felices, y el paso natural del tiempo hacía evidente que llevaba años ahí. Una simple mirada a la imagen lo hizo evocar algún acontecimiento del pasado.
Aquella mañana había salido de casa muy temprano, ni siquiera se había despedido de ellos. De hecho, no habían hablado desde el día anterior, algo que a veces no era extraño en su trabajo; pero aquella vez había sido diferente: Los afanes de la vida, los problemas que dejaron crecer, las palabras de perdón que nunca se dijeron, el orgullo de un hombre que creía que todas sus decisiones eran las correctas; todo esto había levantado un muro que se erguía entre dos personas que seguían amándose.
Además, en medio de todo esto, alguien más había aprovechado la oportunidad para confundir más el corazón del hombre.
—Dios mío —comenzó a hablar en voz alta, aunque juzgó que sólo él mismo podía escucharse—... creo que pocas veces he hecho esto y ni siquiera sé si es la forma —confesó desesperado—... pero si puedes oírme…, porque necesito hablar con alguien —Hizo una pausa—... realmente no sé qué hacer con mi mujer... ¡nunca me entiende!; pero, aun así...
Él sabía que no quería dejarla, algo en su interior le indicaba que no era lo correcto; pero no se atrevió a pronunciarlo delante de Él porque era como aceptar que estaba equivocado.
Caviló unos minutos antes de continuar, no porque ya no tuviera más palabras, sino más bien, porque estaba confundido. Todos los que lo rodeaban, sus amigos y conocidos, también habían ayudado en sus actuales decisiones. Los falsos y malos consejos, todos esos que dicen que un hombre debe hacer lo que debe de hacer, llenaban su cabeza de dudas.
—... ¡Dios mío! —exclamó nuevamente—, sé que ella es la que realmente te busca y no yo; pero algo me dice que sí me puedes escuchar, la verdad estoy desesperado, aunque tú no tendrías por qué escucharme... a mí no…
Una lágrima y una pausa aún más prolongada llenaron el oscuro espacio en la cabina. El atormentado chofer de carga vio pasar una película de su vida con la secuencia de los últimos días: Malas calificaciones escolares de sus hijos, problemas familiares que no sabía ni cómo habían empezado, una deuda que sólo podría pagar con aquella entrega en condiciones infrahumanas –necesitaba ese dinero–. Cada problema se había apilado hasta convertirse en una montaña que parecía imposible de mover.