El Corazón De Kymira

01.- UN VAMPIRO PINTOR

A veces siento que fui hecho de noche y arrojado por error al día.

Lo digo en serio. Hay cosas diseñadas para vivir bajo el sol: lagartijas, turistas e incluso gente feliz con vitamina D o con suficiente melatonina. Yo no soy ninguna de esas.

Cada mañana el sol me mira como si estuviera evaluando si hoy, por fin, logra su cometido y me derrite. Yo solo patino hacia la escuela intentando no evaporarme en el intento. Capucha, lentes oscuros y protector solar. En fin, estética vampiro, pero sin glamour ni castillo; apenas un cuarto compartido en un orfanato que huele a humedad y sueños rotos. Algunos nacen para brillar. Yo nací para hacerme chiquito e intentar pasar desapercibido… aunque últimamente, ni eso me sale bien.

Culpaba a esa necesidad patológica de nunca callarme. Me metía en más problemas de los que podría contar. Pienso en ello muy a menudo, pero tal vez no debería hacerlo mientras voy a toda velocidad por las calles de la ciudad.

Esquivo a una señora que decide detenerse a media banqueta para consultar algo en su celular. Giro apenas y casi chocaba con un tipo que me lanzó una mirada de coraje, como si yo fuera el problema.

<<Sí, señor, claro, un adolescente albino en patines es la verdadera amenaza de la ciudad>>

—Perdón —murmuró, aunque no es del todo sincero.

La gente siempre me mira raro. O me mira demasiado. Supongo que uno no ve muchos vampiros urbanos patinando con una mochila cargada de pinceles y un portafolio barato colgando como si fuera un ala rota.

Acelero. Si llego tarde otra vez, el profesor Valdemar va a usar mis orejas como decoración moderna en su escritorio. Y yo necesito conservar esa beca en la Academia de Artes “Helikón” para sobrevivir. Literalmente. Si no ahorró lo suficiente antes de cumplir dieciocho, voy a terminar trabajando en cualquier cosa y olvidando la universidad.

Y sí, lo sé: tengo casi quince y técnicamente podría ser adoptado. Pero seamos realistas… nadie adopta a un adolescente. Mucho menos uno como yo. En el orfanato lo dicen todo el tiempo, aunque nunca en voz alta: los niños lindos se van rápido; los que no se quedan hasta que los sacan.

Y adivina en qué categoría estoy yo.

El portón plateado de la escuela resplandece al final de la calle. Patino más rápido para aprovechar lo que queda de sombra. Cuando me detengo frente al edificio, mis piernas tiemblan un poco por la frenada que no es nada elegante. Nunca lo es, de hecho.

—Llegando tarde como siempre —dice una voz a mi izquierda.

Linda está apoyada en la pared, con su mochila llena de pegatinas y su camisa de arte manchada de pintura verde, que claramente no pertenece a ningún proyecto escolar. Me sonríe como si yo fuera la única persona que entiende por qué todo apesta. Quizá lo soy.

—El sol intentó matarme —me excusó.

—¿Otra vez?

—Sí, ya es personal.

Ella suelta una risa que me acomoda el pecho. Linda es de las pocas personas que me llaman Lex sin preguntarme si tengo algo raro. Y sí, tengo muchas cosas raras, pero no es el punto.

Entramos juntos al pasillo principal, donde el olor a trementina es básicamente el perfume oficial del lugar. Todo sería casi agradable… si no fuera porque ahí están ellos. El grupo. Ya sabes, esos chicos. El club de “vamos a molestar a cualquiera porque nuestra vida no es tan interesante como la suya”.

En cuanto me ven, se empujan entre sí como si yo fuera material premium para su rutina diaria de mediocridad.

—Mira, ahí viene el fantasma —dice uno.

—Oye, Alexaaaaander, ¿qué tal tu bronceado? —pregunta otro, levantando la mano como si quisiera tocarme la piel.

Me hago a un lado para evitarlo. Linda avienta su mochila hacia delante para abrirse camino y murmura entre dientes:

—Payasos.

Yo sonrío un poco. Porque sí, son payasos… pero los payasos a veces matan.

Trato de seguir de largo, como siempre, pero uno de ellos me topa con el hombro, demasiado fuerte para ser un “ups, disculpa”. Casi pierdo el equilibrio. Casi.

—¿Qué? ¿No vas a decir nada? —Elio, el líder del grupo intenta provocarme.

Estoy cansado. Del sol, de la vida, del camino al orfanato, del profesor Valdemar, de la beca, del futuro y de todo. Aunque, ya que lo repaso, debo admitir que parece que soy un pesimista de lo peor. Y hoy, simplemente, mi medidor de paciencia marcó cero.

—Claro que sí —respondo—. Digo que, si tuvieras algo de sensibilidad y neuronas, te dolería empujarme.

El grupo hace ese ruido colectivo de uuuuh. Linda abre sus pequeños ojos más de lo normal. Yo mantengo la expresión más neutral del universo.

El chico parpadeó, sorprendido. Como si no esperara que yo hablara. Como si su cerebro no supiera procesar una respuesta que no fuera “sí, señor, perdón por existir”.

Pero sucede algo extraño.

Por un segundo —solo uno— juro que veo cómo la luz del pasillo parpadea. Mi sombra se estira un poco más de lo normal. Nada dramático… solo ¿raro? Como si algo dentro de mí hubiera girado la cabeza para mirar.




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