El CorazÓn De La Bestia (el Lobo De Albemarle) Inadecuados I

II| EXPECTACIÓN

BESTIA

ʚ•ɞ

(Irlanda – Dublín)

Campamento Redcoat.

Junio de 1793...

El sudor en el cuerpo.

La sangre en sus nudillos.

El escuchar como estos se estrellaban en el rostro de aquel inepto, que en ningún momento tuvo oportunidad de tocarle, porque al estar recordando el instante en que lo hicieron polvo hace meses en aquel club, lo enceguecía para no dar ocasión a que pudiese ser un adversario digno.

Aprovechándose del más débil.

Jugando sucio.

Pero bien que lo disfrutaba.

Más sabiendo quien era la persona en sí.

Aun cuando este escupía sangre en el suelo por la ultima patada proferida de su persona, entre tanto hacia traquear su cuello, esperando a que se irguiese para seguir con la única distracción que tenía desde que arribo a ese maldito campamento libre de acción.

Pues el fuego había cesado, dando como resultado que lo más entretenido fuese servir de centinela por más de una semana sin descansar, y ahora que encontraba una excusa para golpear aquella cucaracha que se topó en su camino, que por ineptitud tropezó con su cuerpo, no la desaprovecharía.

Era lo que necesitaba para descargarse.

Para librarse de la maldita tensión que sentía en cada extremidad, por apreciarse atado de manos.

No le importaba ser un mal ejemplo.

Era un coronel, y pese a que estaba abusando de aquel cabo viéndose como una intransigente, poco le interesaba, era una manera de cobrarse todo lo que habían hecho con un inocente.

¿Pero acaso el también no lo fue en su momento?

—¡Vamos! — expresó escupiendo hacia un lado embravecido—. Parece, y hágase cargo de sus actos soldado— manifestó volviendo a lanzarse sobre este, tomándolo de las solapas de la casaca roja, que se combinaba para ese momento con la sangre que caía de su boca.

Estaban rodeados por más soldados, pero ninguno hacía nada por auxiliarle.

Ni el más musculoso.

Menos cuando se trataba del coronel más temido del regimiento.

Pese a su juventud y escalar gracias a ser un noble, heredero de un condado.

Pero su letalidad en el campo, que sin miramientos últimamente en los escasos combates habían sido hasta algo escalofriante, debido a la masacre que llevaba a cabo por sí solo, lograba simplemente alertarlos.

A nadie querer enfrentarlo, por miedo a estar en la mira de un sujeto que desde el inicio su aura era de todo menos algo apacible.

Nadie tenía las agallas de ponerle un alto.

Por eso solo apreciaron la escena con la boca abierta, sin decir una palabra.

Todo hasta que después de que volvió a estrellar su puño contra el muchacho dejándolo un poco más aporreado tirado en el suelo, el circulo humano que se había formado se abrió para darle paso a la figura imponente que a cualquier momento del día inspiraba respeto, sin denigrarse a eso que llamaban aprensión.

Lo que estaba profiriendo Sebastien Keppel en esos momentos.

Erguido, con la frente en alto, las manos en la espalda, llevando la casaca roja como todos pulcramente brillando como sus botas, a la par de los botones de plata que la aseguraban.

Con su rostro indescifrable adornado de una fina barba dorada, los labios en una línea, aquellos ojos azules celestes que resplandecían de manera indescifrable y su cabello rubio peinado hacia un lado.

En el saco centelleando en todo su esplendor las condecoraciones.

Demostrando porque era el superior al mando.

El General de la brigada pese a su corta edad, desplegada por toda Irlanda.

Se ubicó frente a ellos sin decir palabra alguna.

Solo enarcando una ceja en su dirección.

Para después de una guerra de miradas, hacerlo dejar con frustración al individuo que volvió a tomar, y continuaba por desgracia sin perder el conocimiento.

Salió de la ronda que aún no se dispersaba, para tener un poco de aire mientras vislumbraba el atardecer.

Con su cuerpo agitado, y los orbes rojos llenos de cólera.

Maldita fuere su estampa.

Se sentía un inútil.

Atado de pies y manos.

Sin un camino certero que transitar.

Apreciándose manejado, a espera de la pronunciación de una persona que no tenía potestad de disponer de los acontecimientos de su vida, como si fuese dueño de esta.

¿Pero que podía hacer?

Pese al resentimiento que albergaba en su pecho, dio su palabra.

La cual aborrecía cumplir, al ser un caballero en toda regla en ese aspecto, pero se animaba al pensar lo mucho que podía conseguir siendo literal un bueno para nada.

Por eso se sentía tan frustrado.

Con la mente ocupada, solo cavilando en lo que tanto le calaba.

La muerte de su madre.

Cada maldita cicatriz en sus extremidades, producida por los golpes dados a conciencia con ánimos de herir, no solo física si no mentalmente.

Porque aquello era su pesadilla recurrente.

Tanto que en su momento hasta deseo hacerle compañía a su progenitora, en ese mundo en donde no se encontraba dolor.

Pero él era fuerte.

Podía con mucho más, y no descansaría hasta hacerlos pagar a todos por cada cosa que le hicieron.

En especial a esa mujer que decidió extinguir su único resquicio de luz.

Pensar en esa voz que no salía de su cerebro le hacía burbujear la sangre.

Tanto, que, pese a que los primeros tintes anaranjados que daban paso al anochecer pegaron en sus orbes, iluminándolos, y bañándolos de vitalidad, no pudo salir de aquella oscuridad que hizo que apretase los puños machacados, algo manchados de la sangre de ese inservible.

Y a su desfogue de ira no ser culminado, sirvió para ennegrecer más su humor.




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