El CorazÓn De La Bestia (el Lobo De Albemarle) Inadecuados I

XXXV| INTERCAMBIO

BELLA

 

(Cheshire – Chester)

Dunham Massey Hall…

 

Hacía poco más de una semana había regresado a su jaula de oro, y continuaba sin observar nada fuera de lo común.

Su madre y cuñada evitándola como de costumbre, siendo lo mejor, teniendo en cuenta que no llevaba ánimos de lidiar con reproches absurdos, y miradas cargadas de veneno cuando podria ser y tener cualquier cosa que se propusiera, pero lo que le había pasado no lo quería ni mucho menos se planteó vivirlo.

Por eso mismo a su sobrina la apreciaba de lo lejos al parecerle perturbadora su belleza, y no tener el coraje suficiente para mirarla sin sentirse una mierda por no saber cómo ayudarle cuando aún se podia hacer algo, porque lo cierto es que le tenía miedo a su apariencia, y lo que esta ocasionaría en pocos años.

Cargando con una opresión en el pecho, y un nudo en la garganta constante, porque teniendo casi tres años a duras penas caminaba, y según lo escuchado hablaba más bien poco, no teniendo que ser un genio para darse cuenta quienes eran las culpables de ese suceso, porque Edmund nunca estaba en casa, asi que el aún no había comenzado a implantar su maldad en ella.

Quedándose sin aliento con solo recordarla, pues le resultaba surreal la apariencia que portaba.

Pobrecilla.

Era su viva imagen, y no quería ni imaginar si Edmund le llegase a poner una mano encima.

Sabía lo que pasaría, y tenía que hacer algo, pero no sabía que.

En ese tema estaba lejos de pensar cuando los recuerdos de lo vivido no dejaban de pasar por su mente, pero con protagonista diferente.

Era un calvario que no quería para ella.

Tras adecentarse y tomar el primer alimento del día notando una tensión extraña en el ambiente se dirigió a la estancia, que, por lo regular utilizaba para distraerse, necesitándolo ese día en particular más que nunca.

Apreciándose a primera vista como un simple salón de té, pero gracias a Edmund, y sus intentos por cumplirle los caprichos, superficialmente era aquello cuando en la parte más alejada de la entrada al ser un espacio considerable, que en el pasado fue utilizado por el antiguo conde para sus descubrimientos por lo largo del mundo, pudo utilizarse de mejor manera cuando estos desaparecieron con su dueño.

Al fondo se hallaba un estante lleno de todo tipo de artefactos de batalla.

Nada muy peligroso, porque no era tan imbécil para ponerse la soga al cuello.

Lo más mortífero eran un par de dagas, pues el resto solo eran replicas sin filo, hasta las armas de fuego no tenían munición, sirviéndole solo de admiración.

En el centro del salón se hallaba una alfombra solitaria de color rojo.

Nada de muebles, representando una especie de arena donde podia hacer estiramientos y todo tipo de entrenamientos en el que solo tuviese que utilizar la fuerza bruta, pero si se levantaba la mirada por un par de segundos se podían apreciar unas telas de material exquisito y color adictivo que colgaban de manera singular.

De las que se enganchaba cada que podia, porque en todos esos años fue lo único que la hizo mantener, irónicamente, los pies en el suelo.

No importándole siquiera que Edmund la espiase cuando creía que no sentía su presencia putrefacta rondándola.

No obstante, con la intención latente de despejar su mente de lo que había ocurrido los días anteriores, tratando de olvidarse de la cara de su lobo, siendo una tarea imposible, ni siquiera pudo dar dos pasos en la estancia cuando en una de las sillas sentada con pose de reina se hallaba la mujer que la trajo al mundo.

Aquella rubia de cabello casi blanco, en el que los años no había hecho mella.

De facciones perfectas, pese a las líneas de expresión que le sumaban madura perfección, sus ojos de un precioso verde, con las curvas de su cuerpo embutidas en un precioso vestido de luto, más por guardar las apariencias, que porque en verdad sintiera el deceso de su “amado marido”.

Seguramente el desagrado en su rostro fue patente. Sin embargo, accedió a compartir unas palabras con ella cuando le señaló una silla para que le hiciese compañía, con una mesita de centro separándolas, que tenía tazas de te humeante con pastas para degustar antes de tiempo un aperitivo.

Cuando por fin estuvieron de frente, por un momento sus miradas se enfrentaron, y pese a que le aguantó el escrutinio, no fue por mucho tiempo, ya que, algo dentro de sus ojos verdes titiló, no siendo precisamente vergüenza por todo lo que había permitido que le hicieran.

Sonrió con arrogancia esperando a que diese el primer paso, pero al parecer la lengua se le había disecado con el veneno que se frenaba en destilar.

—No recuerdo la ultimas vez que tuvimos un momento madre e hija —soltó desafiándola con la mirada, mientras apreciaba como se ponía rígida por sus palabras filosas —. Ya le extrañaba —de milagro no se había ahogado en sus mentiras.




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