La criatura se movió agazapada por la arboleda enmarañada, sigilosa entre los tentáculos de ramas y raíces esparcidas por el terreno. La luna, altiva, iluminaba a ratos detrás de espesas nubes que se desplazaban a merced del viento. Sus ojos estáticos, de un rojo sangre, no perdían la anatomía de su presa ni por un instante. Las fibras de su hórrido cuerpo, atentas, esperaban el momento adecuado para abalanzarse sobre su objetivo.Tenía hambre. Lo sentía como mil dagas revolviendo sus tripas. Quería enterrar los dientes en carne tibia y fresca. Sentir en sus fauces el gusto metálico de la sangre.Ajeno a su depredador, el joven regresaba con el fardo de leña, despreocupado, suelto de cuerpo. Había tenido un buen día, y cada mueca de su rostro lo reflejaba. La noche, aunque gélida como todas las noches del norte, era benigna. De vez en cuando, una ráfaga helada le rozaba la mejilla.Cuando la bestia arrancó la piel de su estómago y las tripas quedaron a la intemperie, el joven pudo contemplar los ojos siniestros que estallaban con una malicia que jamás había conocido en su corta vida. La criatura desgarraba su carne con la facilidad de unas manos cortando una hoja de papel. Sus uñas negras y filosas se enterraban en los órganos con voraz urgencia, casi lujuriosa; de su boca colgaban hilos de sangre coagulada que terminaban su trayecto en su propio rostro. Al tocar su piel, las gotas se expandían como una extraña flor en un medio acuoso. Ya no sentía dolor. Los nervios de su epidermis, adormecidos, habitaban el desconocido paisaje más allá del suplicio. Tampoco rezaba, pues no tenía sentido rogar: la letanía no terminaría hasta que fuera el momento. Su cazador había decidido conservar sus funciones vitales el mayor tiempo posible durante el festín, y él había cedido, como un enamorado ante su amante, toda la resistencia de su carne, intentando conservar lo único que habitaba en el limbo de su cabeza: el perfume de la muchacha que amaba y a la que ya no besaría jamás.