El corazón de la reina

Capítulo 1: Un silencio atroz. Región de Óthen

Tenía el rostro cubierto con la capucha de su gruesa capa de color gris oscuro; sin embargo, desde cualquier punto de la taberna se percibía su aire hosco. Avanzó a paso firme, con cierto vigor y una intrigante soltura al moverse entre un mar de miradas punzantes y susurros.

Detrás de la barra de madera desgastada, el cantinero no pudo disimular cierta incomodidad al verlo.

—Cerveza —dijo el forastero, y su voz quedó resonando en el aire.

El posadero le sostuvo la mirada durante unos segundos que parecieron eternos. Ni una sola palabra flotaba en el ambiente. En su profesión, estaba acostumbrado a tratar con extraños. Cientos de hombres y mujeres desfilaban por la posada y, después de tantos años, su ojo estaba entrenado: “El aire petulante de los hombres del continente se esparce como mierda kilómetros a la redonda”.

A sus espaldas, el recién llegado sintió todo el peso de las miradas a la espera de su respuesta. Transcurrieron varios minutos antes de que el cantinero le señalara con un movimiento de los ojos una espada apoyada a un costado del mostrador. El forastero la observó por debajo de la capucha y asintió. Conocía los códigos y no estaba allí para generar ningún tipo de revuelta, por lo menos no de manera voluntaria. Reconoció el mensaje sin reclamaciones.

El abacero asintió varias veces en señal de aprobación y tomó una pinta. La llenó hasta el borde y la depositó frente a él. Aún con la capucha a media asta, el extranjero cogió el recipiente dejando ver su mano ruda, con algunas cicatrices. Sorbió varios tragos al hilo. El silencio seguía reinando con fuerza.

Detrás de una puerta entreabierta que daba a una suerte de depósito, el recién llegado pudo ver cacharros y costales. Un hombrecito encorvado, de famélica envergadura y ojos saltones, amarillentos como dos monedas, le sostuvo la mirada unos segundos mientras con una franela enmugrecida intentaba limpiar la crasitud de un cazo de madera.

—Mi nombre es Gorjeen —dijo el cantinero, irrumpiendo en la tensa quietud del entorno—. Pero todos aquí me conocen como «el corta manos» —agregó, y nuevamente el recién llegado captó el mensaje—. ¿Qué te trae por las tierras del norte, forastero? —concluyó, más que nada para satisfacer su propia curiosidad.

—Busco a la Osa Roja —dijo a secas y sin rodeos, poseído por un desconocido ímpetu que venía acompañándolo desde hacía varios años, como si no supiera que se estaba jugando la cabeza tan solo con mencionar ese nombre.

La espesura de un silencio atroz brotó hasta del suelo.

Gorjeen se mordió los labios, repasó con la mirada las mesas junto a la ventana y después las del centro. En total, diez hombres estaban listos para desenvainar su mandoble, en una escena casi petrificada en donde solo se escuchaba el vaivén del trapo que el hombrecito no había detenido, reflejando en las facciones de su rostro una mezcla de incomodidad y estupor.

Gorjeen se sentía inmóvil, sin poder determinar si el forastero era el hombre más idiota de todo el continente o el más valiente hijo de perra que jamás se había cruzado en su vida. Titubeó unos segundos.

—No hay ninguna Osa Roja en estas tierras… —respondió. Su tono sonaba tembloroso, aunque tal vez intentó parecer intimidante.

El hombre bebió otro trago de cerveza, un largo trago hasta llegar al fondo de la pinta. A medida que el líquido espeso descendía por su tráquea, percibió cada movimiento que ocurría a sus espaldas.

El tenue sonido del metal lo obligó a cambiar su posición de alerta. En una de las pequeñas mesas junto a la escalera que conducía a los cuartos, un hombre de cabellera negra ensortijada que le caía hasta los hombros y una mandíbula rígida salpicada por una espesa barba desalineada, ya comenzaba a desenvainar lentamente su mandoble. Llevaba un jubón de lana gruesa de color verde oscuro, una capa gris desgastada en las puntas y cota de malla debajo de un chaleco de cuero. A un costado de su cinturón colgaba una gran espada de hoja ancha, cuyo filo, el hombre pudo divisar, era impresionante. En la empuñadura, tallada en piedra blanca, se veía la cabeza de un lobo de ojos azules.

« ¿Un montañés? ¿En la Encrucijada del Arpón?», pensó el forastero, y un frío le corrió por la columna vertebral.

—No quiero problemas… —anunció, mientras corría su túnica dejando ver la empuñadura de su propio mandoble. También llevaba cota de malla.

Gorjeen bajó la vista. Se trataba de una hoja con la suficiente personalidad como para presentar resistencia en caso de que los hombres se plantaran frente a él. Un mechón de cabello rubio cobrizo se escapó por la capucha. La mandíbula cuadrada y firme con sombra de barba de uno o dos días, la imponente altura y la maciza envergadura de sus hombros le corroboraron al cantinero que no se había equivocado.

«Un Krontebio», pensó.

El grueso cinturón de cuero y la chaqueta de piel le impedían un completo panorama, por lo tanto, le fue difícil identificar el labrado del puño. Solo pudo observar algunos destellos de piedras amarillentas de jade y rojizas de Archdragón. No se trataba de un mandoble que pudiera portar un campesino, un aldeano o un simple soldado, lo cual podía significar dos cosas: que el fornido personaje había robado la espada de algún contendiente o que se trataba de un hombre del fuego, un tenehir, lo cual hacía más inquietante su presencia.




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