El escudero, de ojos inquietos, no pudo evitar hacer la pregunta que lo había estado atormentando desde que el cuervo apareció sobre ellos.
— ¿Por qué... por qué vuela sobre nuestras tierras, mi señor? Creí que estas criaturas no podían moverse bajo el sol. Solo en las tierras muertas. —El tono de Akilt era bajo, casi un susurro, como si temiera romper la calma del bosque que los rodeaba.
Unahii permaneció en silencio por un momento, su mirada fija en el cuervo que giraba en círculos en lo alto. Un peso inexplicable lo oprimía en el pecho.
—No lo sé… —respondió finalmente, con una incertidumbre que le sorprendió incluso a él. La intriga, mezclada con una creciente incomodidad, comenzó a consumirlo.
Akilt, visiblemente alterado, apartó la mirada.
—Mi señor, deberíamos regresar a la fortaleza. Los caballos están exhaustos, hemos vagado demasiado... —El paje intentaba convencerlo con un tono urgente, como si las palabras pudieran alejar la extraña presión que el cuervo emanaba.
El ave, con su ojo fijo en ellos, no dejó de girar, cada movimiento de su mirada articulada parecía perforar el aire, llenándolos de un mal presagio.
—Los caballos están agotados —repitió Akilt, casi en un susurro tembloroso.
Pero Unahii no se movió. Su cuerpo lo impulsó a seguir adelante, hacia el árbol más cercano, sin saber bien por qué. Al acercarse, pudo ver cada detalle del ave: un cuervo cuyo plumaje reflejaba el sol en tonos oscuros, azules y púrpuras, con toques rojos como sangre en las alas. Sus ojos, una mezcla de negro y ámbar, brillaban con un fuego que rozaba lo sobrenatural.
Una brisa gélida descendió del bosque. El viento parecía atravesarlo todo, incluso la pesada armadura de Unahii, que ya no lo protegía de la sensación de frío mortal que el cuervo traía consigo.
El graznido del ave rasgó el aire. Unahii sintió cómo una oleada de angustia le subía desde el estómago y, por un momento, las sombras de su mente se hicieron más intensas. El cuervo no era solo un animal. Era un presagio.
—No... —murmuró, como si la palabra fuera la única defensa frente a algo mucho más grande. La voz le salió áspera, profunda, pero también temblorosa, como si no fuera la suya.
Akilt parpadeó, desconcertado.
— ¿Mi señor? —El escudero intentó buscar una explicación—. Pero... el rey... ¡Señor, esto es un mal presagio! Los Oidch alasrojas fueron expulsados hace siglos. Mi anmha decía siempre...
Unahii lo interrumpió. No podía soportar las viejas advertencias. Una rabia lo invadió, una sensación de claustrofobia emocional.
— ¡Basta! —Su voz se elevó, dura y cortante, más fría de lo que nunca antes se había permitido. No sabía por qué lo gritó. Era como si algo, o alguien, dentro de él lo empujara a hacerlo.
Akilt se apartó, la sorpresa visible en su mirada. El príncipe nunca le había hablado de esa forma, especialmente no a él. Bajó la cabeza, su confusión era palpable.
—Perdón, mi señor... —balbuceó.
Unahii respiró hondo, el sabor ácido de la rabia dejándole un nudo en la garganta.
—Sí, soy tu señor —dijo, esta vez sin gritar, pero con un tono extraño, despojado de su propia humanidad—. Y he decidido... que no informaremos a la fortaleza. No, al menos no aún.
Las manos le temblaron mientras hablaba. Algo lo acechaba, pero no sabía qué era.
Akilt, después de un largo silencio, asintió lentamente, aunque su mente seguía atrapada en el conflicto que veía.
El cuervo, por su parte, permaneció allí, observándolos con sus ojos penetrantes, hasta que, de repente, se lanzó al aire. Sus alas rojas resplandecieron brevemente, y en su vuelo rasante, el graznido final de la criatura retumbó en los oídos de Unahii como una condena.
—Ciann do Uide... (Cumple tu destino) —susurró Unahii, sin poder evitar que el eco de esas palabras antiguas le calara los huesos.
𝐍𝐮𝐞𝐯𝐚𝐋𝐮𝐧𝐧𝐚: 𝐄𝐥 𝐂𝐨𝐫𝐚𝐳𝐨́𝐧 𝐝𝐞 𝐥𝐚 𝐑𝐞𝐢𝐧𝐚 te sumerge en un viaje de reinos en guerra, almas divididas y una lucha por el equilibrio que cambiará la historia para siempre.
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