Giró sobre sus talones y avanzó hacia la puerta sin decir una palabra más. Cada minuto que pasaba, el hilo del cual pendía su vida se volvía más delgado. Hubiera querido un tazón del guiso que rebullía en la cazuela, una rodaja de pan, un pescado y un trozo gigante de queso duro; su estómago se lo habría agradecido. Desde que había puesto un pie en tierra, hacía dos días y sus noches, apenas había probado bocado: unas cuantas rodajas de pan rancio y unas tiras de carne salada.
Abrió la puerta con cautela, pero con cierto vigor en sus manos. Una ráfaga de viento álgido le golpeó el pecho y se estremeció de pies a cabeza. Se arropó la gruesa capa de lana y encaró con paso firme.
Detrás de sí, la puerta se cerró de un golpe. Durante algunos segundos se quedó paralizado al borde del escalón, con la mano enguantada firme en la empuñadura. Sabía que esta vez había pisado un terreno demasiado frágil. Respiró profundo cuando la puerta no volvió a abrirse. Estaba débil y demasiado cansado. Sin lugar a dudas, habría perdido la reyerta.
Firme y robusto, como todos los animales de transporte que habitaban el norte, su caballo hociqueaba el suelo en busca de algún resto de gramilla. Al verlo, dejó escapar un relincho prolongado. Habían pasado algunas horas desde que comprara por dos aoks de plata a un hombretón calvo de manos exageradamente grandes, pero la bestia ya reconocía su andar solemne. El hombre lo trataba bien y el animal le devolvía el gesto con respeto.
Movió las orejas y agitó la cola mientras resoplaba. En su pelaje ya podían advertirse las primeras partículas de nieve que empezaban a precipitarse.
—Sí, lo sé, va a ser una larga noche, compañero, está bien que te quejes —afirmó sujetando las riendas—. Creo que te llamaré «Nieves» —agregó en tono burlón.
El caballo relinchó ofuscado, arrancando una sonrisa de los labios aún tensos del tenehir. Cayó en la cuenta de que hacía demasiado tiempo que no entablaba un lazo amable con otro ser. Le palmeó el lomo con beneplácito e inició la marcha.
Había poco movimiento en las callejuelas de la Encrucijada del Arpón. Era casi mediodía y en las casas de piedra y gruesos troncos de roble ya comenzaban los preparativos para el almuerzo. Los norteños eran en extremo cautelosos a la hora de preparar sus alimentos, generalmente faenaban corderos que guisaban con legumbres, pescados con alubias, hongos y patatas, o encendían densas hogueras donde asaban una grasienta carne de cerdo salvaje. Todo era sustancioso y muy especiado.
La sinfonía de aromas se le metió por las fosas nasales, y sus tripas se retorcieron en un estruendo.
—Debemos conseguir algo de alimento, compañero —declaró, un dejo de preocupación en su voz—. Y no creo que vayamos a conseguirlo aquí.
Mientras avanzaba, recordó sin querer la vez que su madre le habló sobre las extrañas tierras del norte. Era muy pequeño, pero aún atesoraba aquel relato: los espejos de agua turquesa, las profundas cavernas heladas de Uaimh, los días sin fin en la región de Valvar, las sagradas luces de Auurorah. Incluso en ese momento, le parecía escuchar el reconfortante tono de su voz y la sensación de sentirse maravillado ante cada palabra. Se le hizo un nudo en la garganta. Su madre tenía razón: la región septentrional del continente era una belleza sin igual, y sus ojos se lo confirmaban a cada paso que daba.
Óthen flotaba solemne, dama de verdes y hielo, sobre las aguas de Mara’nandaá. Allí ocurría la mayor actividad de la región. Esta se basaba en la pesca, el comercio de pieles de Mahir (osos), especias, ungüentos, aceites medicinales y la venta de «mano de obra mágica». Eran empleados para todo tipo de agobiantes tareas por una moneda, una piel vieja donde acobijarse o simplemente un tazón de caldo. Los norteños los llamaban despectivamente «Brunxs». Eran criaturas de flacuchenta envergadura, dedos largos y ojos saltones, generalmente de color amarillento.
Otrora, los Brunxs habitaban pacíficamente los bosques del norte, velando por los árboles, hasta que la expansión de los hombres los redujo a la servidumbre. Los utilizaban sobre todo para trabajos pesados de carga y descarga, ya que, a pesar de su aparente fragilidad, poseían una fuerza tres veces superior a la de un hombre. Se ocupaban además de la limpieza de excusados, establos y porquerizas. Tenían terminantemente prohibido emitir palabra, ya que durante mucho tiempo se corrió el rumor de que podían conjurar a los espíritus del bosque, lo cual era cierto. Si algo valía la horca o el hierro en las tripas en Óthen, era transgredir la prohibición del uso de la magia.
No eran muchos los que lograban escapar o permanecer aún ocultos en el bosque. Las redadas al mando de Zip Ventiundedos, el mayor «proveedor de Brunxs del norte», eran organizadas al menos tres veces al mes. La búsqueda era exhaustiva, y el norteño jamás regresaba con su mugriento costal vacío. Era el costal o la muerte. Más de una vez, algunos de los más viejos elegían el frío conmovedor del mandoble. Zip los complacía con gusto; odiaba a esas criaturas abominables tanto como amaba los dividendos que le dejaba venderlas. Era un hombre grasoso, de brazos anchos y espalda algo encorvada, que vestía con opulencia. El sarcasmo era su nota característica. Tenía rasgos agraciados a pesar de su nariz aplastada, y el apodo lo cargaba con orgullo desde niño: siempre llevaba en la manga derecha una pequeña daga, filosa como un segundo meñique, que utilizaba con una destreza casi elegante a la hora de herir de muerte.