El corazon de una bruja maldita

- ¿Cuál era la regla de los inmortales?

El canto estaba acompañado de los aplausos de la población humana, todos los mortales rodeaban las caravanas que llevaban consigo a los ciudadanos seleccionados por la nación de la magia y alquimia.

Pero, había un medio de transporte en general que estaba a la vista de todos, aquel que cautivaba la mirada pública; el transporte de la reina. Sin embargo yo los miraba desde las colinas que estaban alrededor de la ciudad.

Algo indiferente mientras mirada la conglomeración de humanos, o tal vez, demasiado experta en fingir desinterés cuando tenía emociones acumuladas. En silencio, solía recordarlos, a cada uno de los hombres que me había fallado hace más de un siglo.

Estaba erguida en mi silla de montar, vestía el uniforme de mis soldados.

¿Los humanos aún venderán a sus seres amados por algunas monedas de oro?. Me cuestioné, sosteniendo con fuerza las riendas. ¿Merecen mi odio o solo habla el rencor que almacena mi pecho?

Eran preguntas que solían fastidiarme, día y noche eran una espina clavada en mi corazón. Sabía que los humanos solían olvidar con rapidez, que el odio que ahora cargaba en mis hombros era solo un recuerdo que se había transformado para ellos.

Esperaba poder borrar el sentimiento y cambiarlo por alguno positivo, antes que fuera demasiado tarde para mí.

—Majestad, lamento interrumpir sus pensamientos, pero, debemos avanzar— la voz que interrumpió mis pensamientos llego a mi costado— Conocemos un nuevo atajo a Kupula, llegaremos en algunas horas.

—¿No está disponible el paso entre las montañas y las tierras neutrales?— pregunté, mientras me ponía en marcha.

—No majestad, dejó de existir hace al menos 40 años.

No realice otra pregunta, solo deje que el silencio que nos rodeaba se asentara.

En el viaje, mi boca no hizo ningún gesto, pero, mis ojos y demás sentidos estaban por doquier. Para los humanos solo podría ser el pasto y las flores de aquel bosque, pero, para mí era; el pequeño ruido que transmitían las mariposas, el lento respirar de los árboles, aquella sensación que solía embriagarme y darme cosquillas en la planta de los pies. El bosque estaba lleno de magia, aquella presencia que nadie, podría notar si solo creía que la magia era una clase de poder y no, una sensación de libertad.

Calcule cuánto tiempo me tomaría bajarme del caballo y acariciar la corteza de los árboles, quitar mis zapatos y correr a través de los arbustos. Mire mis dedos aquellos que rodeaban las riendas del caballo, los nudillos vestidos con anillos de oro y esmeraldas se reían de mi persona y de mí poca capacidad de soltarme, mientras recordaba texturas.

Pero no lo hice, tuve que contenerme de expresar la curiosidad que me llenaba y me limite a mirar cada movimiento de las hojas y como jugaban entre sí, los rayos de luz, los colibríes. El camino estuvo rodeado de colores que ya conocía, pero, en las ciudades mortales eran frágiles y eso, hacía cada cosa más especial, aquel sentimiento no estaba en el corazón de los hombres humanos y eso, hacía aquella raza no merecedora de algunas cosas.

Llegando a los límites entre las ciudades humanas y las zonas neutrales, mi cuerpo reaccionó, se sentía extraño, algo pesado y adolorido, cada parte de mi cuerpo recordó que llevaba demasiado tiempo cabalgando y que de repente, tenía sed, una que podía volverme loca. La magia me envolvió, sin necesidad de pensar en el hechizo me libero del manto que me había atrapado.

No necesitaba mirar a mis acompañantes para saber que, el aura casi invisible se había desplazado en mis guardias, pero, solo basto un pequeño hechizo para que desapareciera.

— ¿Alguien más ha notado las protecciones mágicas?— cuestione, volteando la mirada hacia los guardias.

No tuve una reacción de sorpresa al mirar sus rostros pálidos, como rogaban porque su capacidad de respirar fuese más amplia y la sensación de ahogarse desapareciera.

El jefe de guardias mantenía una mano un su pecho, aun agitado.

— ¿Cómo los humanos tienen guardias mágicas?— preguntó el jefe de guardias, aun jadeando.

—Feredik, eres un brujo joven, pero no tonto. Los humanos siempre han molestado a las demás especies, nuestros iguales se vuelven contra su raza— expliqué, de forma pausada.

Fingía que no me había sorprendido la fuerza de aquella magia. Me detuve a esperar que todos estuviesen calmados y completamente en sus sentidos.

—Majestad, usted se ve perfecta— hablo una hechicera joven, aun tosiendo con fuerza—¿Las guardias no son agresivas con los seres con mayor poder?

—La magias de los mestizos y brujas exiliadas no es débil—, explique, cruzándome de brazos— Pero, deben recordar que soy la reina, la magia me es fiel, ella me reconoce como su reina y no me traicionaría, no a voluntad propia.

—Recuérdenme no molestar a la magia— comentó un hechicero joven, sujetando su garganta—Aunque la alquimia es letal.

Antes que una bruja o brujo pudiese responderle, intervine, mientras comenzaba a moverme en mi montura.

— ¿En serio desean tener esta conversación enfrente de su reina?

Todos los guardias se miraron entre sí, después de meditar la pregunta que realice. Todos los varones comenzaron a seguir el paso y aunque, las mujeres querían hacer alguna pregunta, la mirada de su jefe las detuvo.

¿No estaría Feredik siendo injusto con los nuevos?

—No deberían pelear por cosas tan tontas. Si una guerra comienza, la alquimia apoyara a la magia y juntas seremos letales— intente hacer reflexionar a los más jóvenes.

Aunque, siendo sincera conmigo, espero morir antes de ver una guerra nacer en mi nación. No soy una mujer cobarde, solo una muy cansada.

Todos tomaron silencio con mis palabras. Siempre evitaba la disputa de poder sobre la alquimia y la magia, tenía más de 80 años intentando que ambas funcionaran en paz, pero, solo cuando me dispuse a aprender sobre aquel arte llamado ciencia y darle un ejemplo digno a mi pueblo, mientras mostraba como ambas podían funcionar en armonía, di un avance a dos naciones inmortales que ahora eran una.




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