El corazón del Dragón Dorado

Capítulo III

Cuando el despuntar del día acarició con su cálida luz al puerto de Gabe, ni Ceel ni Eudor habían amanecido tempranamente como le habían prometido al caballerango. Aunque el sol hace mucho que había anunciado el medio día, ambos se quedaron descansando plácidamente en sus respectivos cuartos de alquiler.

Ceel se quedó quieto sobre la suave y limpia cama, observando embelesado los rayos del sol que se colaban por la ventana del segundo piso del hostal, dejando distinguir en medio de su luz de oro a las pequeñísimas motitas de polvo que flotaban en el aire de la estancia. No obstante, el hechicero recordaba perfectamente todo lo que había visto a través de la ventana antes de caer rendidamente ante el sueño.

A penas terminó de cenar los manjares hechos por Sigrid, la esposa del Sir que los había acogido sin ningún interés a cambio, Ceel se había excusado respetuosamente para retirarse a sus aposentos, mirando cómplicemente a Eudor para que luego él hiciese lo mismo. Cuando hubo llegado a la intimidad del cuarto, se dirigió a la perfectamente amplia ventana en el centro de éste, abriéndola de par en par, inspirando el aire de la costa con apremio, apreciando el sabor a sal que la sola brisa marina apegaba a sus labios. Se sentó en el alféizar a mirar los barcos que llegaban al desembarcadero, concentrándose en distinguir a los capitanes que daban órdenes desde sus navíos.

Había tres barcos de especias, dos de textiles y cuatro de comestibles. Y como lo más probable era que los de comestibles fueran los únicos que se aventuraran a Aranza luego de desembarcar, es decir, a uno de los Reinos vecinos de Lephilyón—al cual se llegaba cruzando el Mar de Narcissa—, decidió planear su escapada en torno a ello. Sin embargo, bien recordaba que, en medio de sus pensamientos al observar los barcos desde el capialzado, dos preciosos búhos surcaron las sombras de la noche, planeando al asecho por sobre el puerto, revoloteando entre las velas y volando con elegancia, moviéndose y aleteando como si hiciesen espirales con la brisa que los acariciaba cual libertad. Ceel los miró perderse entre las nubes y las estrellas, sonriendo complacido. En ese momento solo le quedaba esperar hasta la mañana siguiente. Y eso fue exactamente lo que hizo.

Ahora, con las delicadas centellas del astro rey en sus mejillas, en lo único en que pensaba Ceel era en que faltaba la última parte de su huida para despedirse de las ataduras que los mantenían en Lephilyón. Se frotó los ojos desperezándose, irguiéndose para poder dirigirse hacia el pequeño lavabo que había en el otro extremo de la habitación.

A grandes rasgos, la pequeña y alta mesa tenía sobre ella una vasija con agua y un cuenco limpio y vacío, un vaso y dos frascos en los que supuso que habría esencias florales. Ignoró todo menos el agua, vertiéndola en el cuenco para poder mojarse la cara. Se miró en el espejo que colgaba de la pared, sobre la mesita. Su cabello blanco como el anciano que no teme a la muerte lo deprimía y los ojos, totalmente vacíos y sin color, más que aterrarlo, le recordaban las cuentas pendientes que tenía con su pasado. Se encogió de hombros, tomándose el último frasco de narcicio que guardaba en los incontables bolsillos de su fiel morral.

Esperó a que la poción hiciese su afecto, vistiéndolo con la esencia que le había proporcionado la sangre del guardia que no había matado. Luego, contempló su disfraz con naturalidad, aburrimiento e indiferencia. Nunca sabía a quién veía realmente en su reflejo. Eran demasiadas personas como para sentir algo por ellas a la misma vez. Pero curiosamente, ninguna de ellas era él.

Ceel ignoró aquellos pensamientos y miró perdidamente la puerta del cuarto, aún con cerrojo. Era momento de actuar como solo los desterrados que han sido olvidados habían aprendido a ser.

* * *

El Rey Eufemor contempló con elegante desinterés a la fila de informantes que​ venían desde todas las ciudades de todos los reinos de La Estrella Padre. Aquella ilustre y formal monotonía protocolar era algo que tenía que confrontar muy a su pesar. Después de todo, la importancia que se le da a las cosas siempre conlleva a grandes responsabilidades. Aunque si se hablara con escepticismo, la cuestión en mesa era no arrepentirse de las decisiones que se han tomado.

—Su Alteza—dijo el siguiente hombre en la fila posicionándose en el centro del salón, frente al trono de Eufemor, mientras hacía una sutil pero profunda reverencia.

El hombre llevaba unas perfectamente estilizadas ropas que hacían ver aún más grande su fornido y alto cuerpo, por lo que, su presencia acaparó la atención de gran parte de los asistentes. El visitante observó la gigantesca sala. Solo había algunos nobles y dos guardias por cada cabeza de los primeros.

—He venido desde tierras muy lejanas—prosiguió—. Exactamente desde más allá del mar de Vesna. Soy uno de los guardias de Lilith, pero he preferido venir ante usted, Su Alteza, en vez de decirle lo siguiente al mismísimo Rey de Galelión.

Su Alteza de Prigona, el Reino Madre de todos los Reinos de La Estrella Padre, soltó un bufido agraciado, haciendo parecer que se inflaba graciosamente su perfectamente ovalada y dura barriga. Alzó una ceja mientras sonreía con lo que daba la sensación de ser una calurosa socarronería.



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En el texto hay: tragedia, drama, aventura

Editado: 21.07.2020

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