Isabella caminaba con pasos furiosos por los jardines del castillo de Aldebryn, su mente nublada por la rabia. Las rosas enredadas en los enrejados parecían burlarse de su desgracia. Casarse con un guerrero… con un desconocido.
—¿Por qué mi destino debe decidirlo un hombre? —murmuró, pateando una piedra del sendero.
—No todos los hombres son tu enemigo, princesa.
La voz grave la tomó por sorpresa. Se giró bruscamente y sus ojos se encontraron con la figura de Lord Gabriel de Valois.
Vestía una túnica oscura, pero la postura firme y la cicatriz en su mejilla izquierda hablaban de su verdadera identidad: un hombre de guerra, curtido en la batalla. Sus ojos, de un gris acerado, la observaban con intensidad, pero sin rastro de burla.
Isabella enderezó la espalda.
—No recuerdo haber solicitado su presencia, milord.
Gabriel arqueó una ceja, con una calma que la exasperó.
—Y, sin embargo, aquí estoy.
Un silencio tenso se formó entre ellos. Isabella lo miró con recelo, buscando algún gesto de arrogancia, pero encontró algo peor: indiferencia.
—¿Viniste a asegurarte de que la princesa rebelde acepte su destino? —preguntó con veneno.
Gabriel suspiró.
—No vine a convencerte de nada. Pero si crees que este matrimonio es una prisión, permíteme recordarte que para mí también lo es.
Isabella sintió una punzada de indignación.
—¡No osan comparar nuestra situación! A vos os han dado un título, tierras, poder…
—Y a ti te han dado un esposo sin elección alguna —terminó él, su voz tranquila pero firme—. No estamos tan lejos el uno del otro, princesa.
Ella apretó los labios, negándose a concederle razón.
—No pienso hacer de esto algo fácil —advirtió.
Gabriel dejó escapar una leve sonrisa, como si hubiese esperado esas palabras.
—Tampoco lo esperaba.
E hizo una leve inclinación antes de retirarse.
Isabella se quedó en el jardín, con la certeza de que su futuro esposo no era un simple soldado. Era un estratega. Y no estaba dispuesta a perder esta batalla.