El amanecer tiñó el cielo de Aldebryn con tonos dorados y carmesí. Mientras la corte aún dormía tras la celebración de la noche anterior, Isabella decidió buscar algo de paz. El aire del castillo se sentía opresivo y las intrigas de la nobleza más asfixiantes que nunca.
Caminó por los patios de entrenamiento, un lugar que pocas damas de la corte visitaban, y allí lo vio.
Gabriel.
El duque estaba sin su capa oscura, con una camisa ligera que dejaba ver los músculos marcados de su espalda. Sostenía una espada y se movía con la precisión de un guerrero nato, atacando un muñeco de entrenamiento con golpes firmes y calculados.
Isabella se quedó observándolo, fascinada. No por su físico, sino por su concentración, la intensidad con la que empuñaba su espada. Era un hombre forjado en batalla, no en los juegos de la corte.
—¿Os entrenáis tan temprano, mi señor? —preguntó, rompiendo el silencio.
Gabriel se detuvo y se giró hacia ella, su respiración apenas alterada.
—La guerra no espera por la comodidad del hombre —respondió, clavando la espada en el suelo.
Isabella se cruzó de brazos.
—No hay guerra ahora.
Él le sostuvo la mirada por un largo instante.
—¿Estáis segura?
Isabella frunció el ceño.
—Si sabéis algo, decídmelo.
Gabriel guardó silencio por un momento antes de responder:
—He oído rumores de rebelión en los territorios del norte. Nobles que no ven con buenos ojos mi ascenso y mi matrimonio con la princesa.
Un escalofrío recorrió la espalda de Isabella. Ella había pensado que su mayor enemigo era su falta de libertad, pero ahora comprendía que había amenazas mayores acechando en las sombras.
—¿Estáis diciendo que alguien podría intentar detener la boda?
Gabriel limpió su espada con calma antes de responder:
—Estoy diciendo que alguien podría intentar algo peor.
Isabella sintió un nudo formarse en su estómago. Su matrimonio no solo era un deber… era un blanco.