El cielo sobre Aldebryn se cubría de nubes oscuras cuando Isabella salió a los balcones del castillo. El viento agitaba su vestido y despeinaba sus rizos, pero ella apenas lo notaba. Las palabras de su madre no dejaban de repetirse en su mente.
No era solo una boda. Era una lucha por la corona.
Unos pasos firmes la sacaron de sus pensamientos. Gabriel se detuvo a su lado, con el ceño levemente fruncido.
—Habéis estado distante —comentó él sin rodeos.
Isabella lo miró de reojo.
—He tenido razones para ello.
Gabriel apoyó los antebrazos en la baranda, observando la tormenta que se avecinaba.
—¿Os lo ha dicho vuestra madre?
—Que la nobleza conspira contra la corona. Que nos usarán como piezas en su juego si no somos más listos que ellos.
Gabriel asintió con gravedad.
—Entonces sabéis lo que está en juego.
Isabella lo miró con fijeza. Hasta ese momento, lo había visto solo como su enemigo, como el hombre que le habían impuesto. Pero ahora veía algo más en él: alguien que, al igual que ella, no había pedido estar en esta situación.
Tomó aire y, por primera vez, dejó a un lado su orgullo.
—No quiero este matrimonio, Gabriel. Pero tampoco quiero ver caer mi reino.
Él giró el rostro hacia ella, expectante.
—¿Qué estáis proponiendo, princesa?
Isabella sostuvo su mirada.
—Un pacto. Un juramento. Que, al menos por ahora, estemos del mismo lado.
Un trueno retumbó a lo lejos, pero Gabriel no apartó la vista de ella. Luego, con un leve asentimiento, extendió su mano.
—Un pacto, entonces.
Isabella la tomó, sintiendo la calidez de su piel contra la suya.
El viento rugió a su alrededor, pero por primera vez en días, Isabella sintió que había recuperado el control de su destino.