La tensión en el castillo de Aldebryn era palpable. Desde que Isabella y Gabriel hicieron su pacto, la princesa había comenzado a observar su entorno con nuevos ojos. Las palabras amables podían esconder veneno, las sonrisas podían ser máscaras, y cada gesto tenía un propósito oculto.
Esa noche, el rey Edric ofreció un banquete en honor al futuro matrimonio. Isabella, sentada junto a Gabriel, jugaba con su copa de vino sin prestar atención a la música o las risas a su alrededor. Algo no estaba bien.
Gabriel también lo sentía. Su postura era tensa, sus ojos recorrían la sala con la vigilancia de un soldado en territorio enemigo.
—Observad a la mesa del duque de Armond —murmuró él, inclinándose apenas hacia ella.
Isabella levantó la vista con disimulo. El duque de Armond y su hija, Lady Vivienne, cuchicheaban en voz baja con Lord Reynald, un noble conocido por su desdén hacia los soldados de origen plebeyo.
—No me gusta —susurró Isabella.
—Ni a mí.
Antes de que pudiera decir algo más, un sirviente pasó junto a su mesa, dejando discretamente un pequeño pergamino junto a su plato. Isabella lo tomó con rapidez, desenrollándolo bajo la mesa.
"La tormenta caerá antes de la boda. No confíes en nadie."
Su corazón latió con fuerza. Alzó la vista, pero el sirviente ya se había perdido entre la multitud.
—¿Qué dice? —preguntó Gabriel en voz baja.
Isabella le mostró el mensaje. Él lo leyó y su expresión se endureció.
—Alguien en este castillo sabe que están conspirando contra nosotros.
—Y quiere advertirnos —añadió Isabella, sintiendo un escalofrío.
Gabriel la miró con seriedad.
—Si la tormenta llega antes de la boda, debemos estar preparados.
Isabella asintió, sintiendo por primera vez que su lucha ya no era solo contra su destino… sino contra un enemigo invisible que acechaba en las sombras.