Las sombras del castillo de Aldebryn ocultaban más secretos de los que Isabella había imaginado. Si querían descubrir la verdad, debían aprender a escuchar donde nadie más lo hacía.
Con el permiso de Gabriel, Isabella comenzó a moverse entre los pasillos menos transitados. Sabía que las criadas y sirvientes eran los oídos más atentos de la corte; ellos escuchaban todo, veían todo… y hablaban entre susurros.
Esa noche, vestida con una capa oscura para no llamar la atención, se deslizó por un corredor cercano a los aposentos de la nobleza. Se detuvo al escuchar voces en un rincón apartado. No eran sirvientes.
—El duque de Valois no debería estar aquí. Es un soldado, no un noble.
—No por mucho tiempo. Si la boda no se lleva a cabo, el rey reconsiderará su decisión.
Isabella contuvo el aliento. Esos eran nobles… y estaban conspirando contra Gabriel.
—No podemos atacar sin ser descubiertos —continuó una voz más grave—. Debemos hacer que parezca… un accidente.
Un accidente.
Isabella sintió un escalofrío. No solo querían sabotear la boda, querían eliminar a Gabriel.
Dio un paso atrás, pero el crujido de una tabla del suelo la traicionó.
—¿Quién está ahí? —preguntó uno de los hombres.
Isabella giró sobre sus talones y huyó antes de que pudieran verla. Su corazón latía con fuerza mientras corría de regreso a los aposentos de Gabriel.
Cuando entró, él se puso de pie de inmediato.
—¿Qué ha pasado? —preguntó, notando su respiración agitada.
Isabella se apoyó en la puerta, intentando recuperar el aliento.
—No van tras la boda, Gabriel. Van tras ti.