El sol apenas despuntaba cuando la nobleza se reunió en los bosques de Aldebryn para la cacería. El sonido de los cuernos de caza y el relinchar de los caballos llenaban el aire, pero Isabella solo podía pensar en una cosa: hoy descubrirían a los traidores… o caerían en su juego.
Gabriel montaba un imponente corcel negro, con su expresión serena pero sus sentidos en alerta. Isabella, desde su caballo blanco, escudriñaba a los demás jinetes. Algunos caballeros y nobles parecían demasiado atentos a Gabriel.
—Recordad el plan —murmuró él al pasar junto a ella—. Debo parecer desprevenido.
Isabella asintió con un nudo en el estómago.
Los cazadores se dispersaron en grupos. Gabriel se alejó lentamente del grupo principal, adentrándose en el bosque. Isabella, con discreción, hizo lo mismo, manteniéndose a una distancia prudente.
El bosque estaba en silencio, excepto por el crujir de las hojas bajo los cascos de los caballos. De pronto, Isabella sintió que algo estaba mal.
Un sonido sutil. Un movimiento entre los árboles.
Entonces lo vio.
Una flecha salió disparada hacia Gabriel.
—¡Cuidado! —gritó Isabella sin pensar.
Gabriel reaccionó en un instante, inclinándose sobre su caballo. La flecha pasó rozándole el brazo.
Los caballos se alborotaron. Desde la espesura, dos hombres armados salieron corriendo. Gabriel saltó del caballo y desenvainó su espada en un solo movimiento.
Uno de los atacantes se lanzó sobre él con una daga, pero Gabriel lo esquivó con facilidad y lo derribó de un solo golpe. El otro intentó huir, pero Isabella espoleó su caballo y le cortó el paso.
—No tan rápido —dijo con frialdad, apuntándolo con su espada.
Los gritos de los demás cazadores empezaron a escucharse a lo lejos. Los traidores habían caído en la trampa… pero Isabella sabía que esto era solo el principio.