El castillo de Aldebryn estaba en tensión. El intento de asesinato de Gabriel había dejado a la corte en un estado de incertidumbre. Todos fingían sorpresa, pero Isabella sabía que los verdaderos culpables temían haber sido descubiertos.
Desde el balcón de sus aposentos, observaba el patio donde los soldados se entrenaban. Gabriel estaba allí, practicando con su espada, su expresión más fría y calculadora que nunca. Era un guerrero, pero ahora jugaba un juego de traiciones donde la fuerza no lo era todo.
—Los prisioneros siguen sin hablar —anunció la reina Elena, entrando a la habitación.
Isabella se giró.
—Alguien los compró, y ese alguien se asegurará de que no revelen nada.
La reina la miró con seriedad.
—Tienes razón. Y debemos encontrarlo antes de que intente algo peor.
Isabella sintió el peso de esas palabras. Si los conspiradores no podían matar a Gabriel en la cacería, buscarían otra forma de deshacerse de él.
Esa noche, decidió moverse entre los pasillos en silencio, como lo había hecho antes. Necesitaba escuchar.
Y entonces, ocurrió.
Pasó cerca de los jardines internos y vio a Lord Reynald reunido con Lady Vivienne. No hablaban en voz alta, pero la expresión de Vivienne era de furia contenida.
—¡Os dije que era un error arriesgarse tanto! —susurró ella—. Ahora el rey ha puesto más guardias y la boda sigue en pie.
Isabella se quedó helada. Los acababa de escuchar confesarse.
Lord Reynald la miró con desprecio.
—No importa. Aún hay tiempo. Aún hay formas…
Las palabras se desvanecieron cuando Isabella dio un paso atrás, sin querer. El crujido de una rama bajo su pie la delató.
Vivienne giró el rostro hacia ella, sus ojos brillando de ira.
—¡Alguien nos está escuchando!
Isabella sintió su corazón latir con fuerza. Había encontrado a los traidores, pero ahora era ella quien estaba en peligro.