Los hombres de Lord Reynald avanzaron con sus espadas desenvainadas. Gabriel y Isabella estaban atrapados en el calabozo, sin ruta de escape.
—Nos superan en número —murmuró Isabella, retrocediendo con la daga en mano.
Gabriel sonrió con frialdad.
—Pero no en habilidad.
Sin dar tiempo a los atacantes, Gabriel se lanzó primero. Su espada trazó un arco brillante en la penumbra y desarmó al primer soldado con un solo golpe.
Los demás se abalanzaron sobre él, pero Isabella no iba a quedarse de brazos cruzados. Con un movimiento rápido, se agachó y hundió su daga en la pierna de un enemigo que intentaba atacar por la espalda.
El hombre gritó y cayó al suelo, permitiéndole a Gabriel derribar a otro con un giro de su espada.
Los prisioneros encadenados miraban la batalla con asombro y terror.
—¡Abrid la celda! —gritó Isabella—. ¡Si queréis vivir, ayudadnos!
Uno de los guardias, que no parecía del todo convencido de la traición de Reynald, hizo girar la llave.
Los dos prisioneros salieron tambaleándose, pero uno de ellos tomó la espada de un soldado caído.
—Si Reynald nos quiere muertos, entonces pelearemos.
La batalla fue breve pero feroz. Uno a uno, los hombres de Reynald cayeron, hasta que solo quedó uno con vida.
Gabriel lo sujetó por el cuello y lo empujó contra la pared.
—Vuelve con tu señor y dile que hemos ganado esta vez. Pero pronto… será su turno.
El soldado asintió con terror antes de huir.
Cuando la tensión se disipó, Isabella miró a Gabriel, su respiración agitada.
—Hemos sobrevivido… pero ahora saben que vamos por ellos.
Gabriel limpió su espada y la miró con intensidad.
—Entonces debemos actuar antes que ellos. Esta misma noche, terminaremos con esta conspiración.