El castillo de Aldebryn estaba en calma por primera vez en semanas. Lord Reynald y Lady Vivienne habían sido condenados por traición, y su amenaza ya no pesaba sobre Isabella y Gabriel.
La boda, que había sido vista como una unión impuesta, ahora tenía un significado diferente. Habían luchado juntos, habían protegido el reino… y en el proceso, algo había cambiado entre ellos.
La ceremonia fue grandiosa. Isabella, vestida con un elegante traje de seda marfil, avanzó por el gran salón con la frente en alto. Ya no era solo la princesa que obedecía un mandato. Ahora era una mujer que elegía su destino.
Gabriel, con su porte imponente y su uniforme de gala, la esperó al final del pasillo. Cuando sus miradas se cruzaron, Isabella sintió que no había miedo en su corazón.
El rey Edric ofició la unión con solemnidad.
—Os declaro marido y mujer.
El beso fue breve pero firme. Un pacto sellado no solo ante la corte, sino ante ellos mismos.
Meses después…
El sol dorado iluminaba los jardines del castillo. Isabella caminaba lentamente por los senderos de flores, su mano descansando sobre su vientre. Un nuevo latido crecía dentro de ella.
Gabriel la encontró allí y, al ver su expresión, comprendió lo que significaba.
—¿Estáis segura? —preguntó en un murmullo.
Isabella asintió, con una sonrisa serena.
—Vamos a tener un hijo.
Gabriel, el guerrero que había enfrentado incontables batallas, pareció perder el aliento por primera vez. Se acercó a ella, apoyando su mano sobre la suya.
—Un heredero para Aldebryn… —susurró, pero luego la miró con ternura—. Y lo más importante, nuestro hijo.
Ella sonrió, sintiendo la certeza de que, aunque su historia había comenzado con imposiciones y secretos, ahora era completamente suya.
Habían vencido la traición.
Habían encontrado el amor.
Y ahora, un nuevo capítulo comenzaba.