Florencia, Italia
El taller olía a la eternidad.
No era el olor limpio y antiséptico de un museo, sino algo mucho más antiguo y sagrado. Olía a aceite de linaza, a barniz de damar, a la madera de nogal de los caballetes y al polvo de siglos que danzaba en los haces de luz que se colaban por el altísimo ventanal. Era el olor de la paciencia y de las almas de los artistas muertos que aún susurraban en los pigmentos de sus lienzos.
En el centro de este santuario, inclinada sobre un caballete con la concentración de una cirujana, estaba Chiara Cellini. Su cabello, de un cobrizo intenso, estaba recogido en un moño desordenado del que escapaban mechones rebeldes, como pinceladas de fuego en la penumbra. No era alta ni imponente, pero poseía una quietud, una presencia centrada que hacía que el gran taller pareciera orbitar a su alrededor. Sus ojos, en ese momento fijos en un microscopio estereoscópico, eran de un verde profundo, casi del color del liquen sobre piedra antigua, y no se perdían ni el más mínimo detalle.
Estaba vestida sin vanidad: unos vaqueros gastados, una simple camiseta negra y un delantal de lino manchado con los fantasmas de cien pigmentos. Sus manos eran su testamento: esbeltas, pero no delicadas. Eran las manos de una artesana, con la piel seca por los disolventes y una mancha permanente de azul ultramar bajo la uña del dedo anular. Eran las manos que podían deshacer las mentiras del tiempo.
Y en esa noche de finales de otoño, mientras una lluvia fina y persistente tamborileaba contra los cristales, Chiara estaba en guerra.
Su enemigo era un ángel. O, más exactamente, la mentira de un ángel.
Bajo la luz cruda y honesta de su lámpara de trabajo, el lienzo que descansaba en su caballete mostraba el rostro de una Madonna del siglo XVI. Era hermoso, sereno, piadoso. Y completamente falso.
—Bastardo cobarde —susurró Chiara, no con rabia, sino con la fría decepción de una experta que descubre un fraude.
Debajo de esa cara de santa del siglo XVIII, un restaurador, doscientos años después del artista original, había decidido que la Madonna primigenia era demasiado… humana. Y la había "corregido". Ahora, Chiara estaba deshaciendo la mentira, milímetro a milímetro.
El teléfono de su escritorio vibró, un sonido estridente que profanó el silencio. Lo ignoró. Volvió a vibrar. Y de nuevo.
Con un suspiro de frustración, se acercó al escritorio. Era un número encriptado.
—Habla Chiara Cellini.
—¿Signorina Cellini?
La voz al otro lado era rusa, un barítono profundo y pulido como el granito, con un acento tan sutil que casi era imperceptible. No había calidez en la voz. Solo una calma absoluta y controlada que le puso la piel de gallina.
—Mi taller está cerrado. Si desea concertar una cita…
—No deseo una cita, Signorina —la interrumpió la voz—. Mi empleador desea adquirir sus servicios. Para una consulta privada. El pago es… irrelevante.
Chiara frunció el ceño. Odiaba esa frase. —Mi tiempo nunca es irrelevante, signore. Y no hago consultas privadas fuera de mi taller.
Hubo una pausa, una evaluación silenciosa. —La pieza en cuestión no puede ser movida. Se cree que es de la escuela de Caravaggio. Posiblemente del propio maestro. Pero ha sido… dañado. Y repintado varias veces. Nos han dicho que usted es la única en el mundo que puede revelar su verdadera cara.
Chiara se quedó helada, su mano deteniéndose a un centímetro del botón de colgar. Caravaggio. El santo grial. La tentación era una cosa viva, una serpiente enroscándose en su corazón de artista.
—¿Por qué no lo llevan a los Uffizi?
—Porque mi empleador valora la privacidad. Y porque no estamos interesados en la opinión de un comité. Estamos interesados en la verdad. Y nos han dicho que ese es su verdadero campo de especialización. La verdad, a cualquier precio.
La arrogancia era asombrosa. —¿Dónde está la pieza? —preguntó, odiándose a sí misma por su debilidad.
—París. Un jet privado la estará esperando mañana a las ocho. Un coche la recogerá en su taller en una hora.
—No he dicho que vaya a aceptar —replicó ella.
La voz al otro lado soltó un sonido que podría haber sido una risa, pero no tenía ninguna alegría. —Usted es la mejor restauradora de Europa, Signorina Cellini. Y los mejores nunca pueden resistirse al misterio de una obra maestra perdida. Es su naturaleza. Es su defecto. El coche estará allí en una hora. Por favor, sea puntual.
Y colgó.
Chiara se quedó de pie en el silencio de su taller, el teléfono aún en su mano. Una sombra acababa de caer sobre su santuario. Y sabía, con la certeza instintiva de alguien que puede ver a través de las capas, que el retrato que la esperaba en París no era solo un lienzo.
Era un alma. Y estaba a punto de conocer al monstruo que la mantenía prisionera