París, Francia
El silencio dentro del jet privado era tan absoluto y opresivo como el de una catedral vacía.
Chiara Cellini no era ajena al lujo. Su trabajo la había llevado a las colecciones privadas de príncipes y magnates, a áticos con vistas a Central Park y a castillos en la campiña escocesa. Pero esto era diferente. Esto no era el lujo que busca impresionar. Era el lujo que busca aislar, que crea un vacío impenetrable alrededor de una persona.
No había tripulación visible. El despegue desde Florencia había sido un susurro, una ascensión fantasmal hacia un cielo nocturno salpicado de estrellas. Se había encontrado sola en una cabina revestida de cuero negro y cromo oscuro, con una copa de Krug y una nota impresa sobre la mesa que decía simplemente: Siéntase cómoda, Signorina Cellini. El vuelo a París es corto.
No había tocado el champán.
Ahora, mientras el avión comenzaba su descenso, las luces de París se extendían bajo ella como una galaxia caída. Era la ciudad en la que había estudiado, en la que había dado sus primeros besos y había soñado sus primeros sueños de artista. Pero desde esta altura, desde el interior de esta jaula de platino, parecía un mundo ajeno, un tablero de juego frío y distante.
Un coche la esperaba en la pista del aeropuerto de Le Bourget. Un sedán alemán negro, tan silencioso como el jet, con los cristales tintados. El conductor, un hombretón con el cuello más ancho que la cabeza de Chiara, no dijo una palabra. Solo tomó su maleta, le abrió la puerta y se deslizó tras el volante.
Atravesaron París. Chiara observó el familiar desfile de bulevares, los cafés iluminados, la silueta de la Torre Eiffel brillando en la distancia. Pero el grueso cristal blindado del coche amortiguaba los sonidos, convertía la vibrante vida de la ciudad en una película muda. Se sentía como un espécimen bajo un microscopio, transportada de un portaobjetos a otro.
El coche no se detuvo en un hotel. Se adentró en el exclusivo distrito 16 y se deslizó por una rampa subterránea hasta el aparcamiento privado de un edificio haussmaniano de una opulencia casi obscena. El conductor la guio hasta un ascensor privado que ascendió sin detenerse hasta el último piso.
Las puertas se abrieron directamente a una suite que no era una habitación, sino un palacio en el cielo. Tenía dos plantas, una pared entera de cristal con vistas al Bois de Boulogne y un mobiliario minimalista de diseño que probablemente costaba más que todo su taller en Florencia. Sobre una mesa de mármol, había un teléfono y otra nota.
Descanse. La recogeré mañana a las diez en punto. A.
Ni una palabra más. Ni un nombre completo. Solo una inicial, una orden disfrazada de cortesía. Chiara recorrió la suite. En el dormitorio principal, su maleta ya había sido deshecha y su ropa colgada en un vestidor del tamaño de su apartamento. En el baño, una bañera de mármol del tamaño de un sarcófago ya estaba llena de agua humeante, con pétalos de rosa flotando en la superficie.
La eficiencia era perfecta. Y aterradora.
No se bañó. Se sirvió un vaso de agua, se acercó al ventanal y miró la ciudad. El Caravaggio. El misterio. Esa era la razón por la que estaba allí. Se aferró a ese pensamiento como un ancla. Era una profesional en una consulta. No era una prisionera.
Pero mientras observaba las luces lejanas, no pudo evitar sentir que las paredes de cristal que la rodeaban no estaban diseñadas para ofrecer una vista, sino para recordarle lo alto que estaba y lo larga que sería la caída.
A las diez en punto de la mañana siguiente, con una puntualidad que ya no la sorprendía, el timbre sonó.
Chiara había elegido su armadura con cuidado: un pantalón de lana gris de corte impecable, una blusa de seda blanca y un blazer negro. Su pelo cobrizo estaba recogido en una coleta severa y su maquillaje era mínimo. Era el uniforme de una experta. No de una invitada.
Abrió la puerta.
El hombre que estaba al otro lado no era el conductor. Era, sin duda, la voz del teléfono. El autor de las notas. A.
Era alto, vestido con un traje gris marengo que se ajustaba a sus anchos hombros como si hubiera nacido con él. Su cabello era oscuro, corto y pulcro. Su rostro era una colección de ángulos afilados: pómulos altos, una mandíbula cincelada, una nariz recta. Era de una belleza brutal y fría, como una escultura romana de un dios de la guerra. Pero fueron sus ojos los que la paralizaron. Eran de un azul pálido, casi del color del hielo glaciar, y la miraron no con interés ni con cortesía, sino con una calma evaluadora, como si estuviera calculando su peso, su densidad, sus puntos de ruptura. No había ni una pizca de emoción en ellos. Estaban vacíos. Muertos.
Y, sin embargo, vio algo más en ellos. Algo que la intrigó. Una inteligencia afilada. Y un cansancio. Un cansancio tan antiguo y profundo que parecía formar parte de la estructura de su alma.
—Signorina Cellini —dijo, y la voz era exactamente la misma: un barítono profundo, controlado, sin inflexiones—. Soy Alexei Vasiliev. Gracias por venir.
No le ofreció la mano. Ella tampoco hizo ningún movimiento para hacerlo.
—Signore Vasiliev. Su empleador me ha traído hasta aquí. Espero que no sea para perder el tiempo.