París, Francia
El silencio que siguió a la pregunta de Chiara fue tan denso que pareció absorber la luz de la galería.
Alexei Vasiliev no se inmutó. No parpadeó. Pero por una fracción de segundo, un instante tan breve que Chiara casi pensó que lo había imaginado, vio algo moverse en las profundidades heladas de sus ojos. No fue una emoción. Fue el reconocimiento. El eco de una verdad que había sido golpeada con una precisión inesperada.
Su rostro, sin embargo, permaneció como una máscara de mármol.
—Mi empleador no está interesado en la filosofía de la belleza, Signorina Cellini —respondió, su voz era un murmullo bajo y controlado, desviando el golpe con una facilidad experta—. Está interesado en resultados. ¿Puede restaurarlo? ¿Puede quitar las capas de mentiras y mostrarnos la cara original que hay debajo? Sí o no.
Era una retirada estratégica, una forma de devolver la conversación al terreno seguro de los negocios. Pero Chiara no era una mujer que se dejara intimidar.
—No soy una limpiadora, Signore Vasiliev. Soy una restauradora —replicó, su tono era tan tranquilo y firme como el de él—. No "quito" capas. Las estudio. Las comprendo. Las seduzco para que revelen sus secretos. Y sí, puedo hacerlo. Pero no será rápido. Y no será bajo sus términos. Será bajo los míos.
El fantasma de una sonrisa volvió a tocar los labios de Alexei. Esta vez, duró un segundo más. Parecía casi divertido.
—Enumere sus términos.
—Primero: necesito un laboratorio. No un rincón en un almacén. Un laboratorio completo. Con un cromatógrafo de gases, un espectrómetro de masas, un sistema de reflectografía infrarroja y un microscopio de comparación de última generación. Y lo necesito aquí. No llevaré esta pieza a ninguna parte.
—Hecho —dijo Alexei sin dudar—. Se está instalando en el piso de abajo. Estará listo para usted mañana por la mañana.
Chiara parpadeó, sorprendida por la velocidad y la facilidad de su respuesta. La escala del poder y los recursos a los que se enfrentaba era vertiginosa. Se recompuso.
—Segundo: una vez que entre en ese laboratorio, tendré autonomía total. Nadie entra sin mi permiso. Nadie toca mis herramientas. Nadie me da órdenes sobre mis métodos. Mi lealtad es a la obra de arte, no a su empleador. Mi trabajo es revelar la verdad, no fabricar un resultado que a él le guste.
—Se le proporcionará todo lo que necesite para que pueda trabajar sin interrupciones —respondió Alexei, su frase era una obra maestra de la evasión que, sin embargo, concedía el punto—. ¿Algo más?
—Sí. La procedencia que usted describe como "complicada". Necesito todos los registros. Cada venta, cada subasta, cada nota de un propietario anterior. Todo.
Aquí, por primera vez, Alexei dudó. Su mirada se volvió aún más fría, si eso era posible.
—Se le proporcionará la información que sea pertinente para su trabajo.
—Toda la información es pertinente para mi trabajo —insistió Chiara—. Para entender al artista, debo entender el viaje de su creación.
—Entendido —dijo Alexei tras una larga pausa—. Su petición será… considerada. Ahora, mis términos. Son mucho más simples. Solo hay uno: discreción absoluta. No hablará de esta pieza con nadie. No contactará con sus colegas en los museos. No publicará sus hallazgos. Durante el tiempo que trabaje para nosotros, usted, Signorina Cellini, no existe para el mundo del arte. El cuadro no existe. Esta galería no existe. ¿Está claro?
—Cristalino —respondió Chiara. La amenaza no era velada. Era una declaración de hechos.
—Bien. Su tarifa. Diga una cifra. Cualquiera. Será duplicada.
Chiara sintió una punzada de desprecio. Estaban intentando comprarla, no contratarla.
—Mi tarifa es la estándar para un trabajo de esta magnitud. Y no quiero que la dupliquen. Quiero que donen esa misma cantidad, de forma anónima, al fondo de restauración del Palazzo Pitti en Florencia. Tienen un Veronese que se está muriendo por falta de fondos.
La sorpresa en el rostro de Alexei fue genuina. Fue solo un instante, pero fue la primera grieta real que Chiara vio en su armadura. El hombre que creía que todo el mundo tenía un precio acababa de encontrarse con alguien que no estaba interesada en el suyo.
—Como desee —dijo, recuperando la compostura—. Su generosidad es… admirable.
Se acercó a ella, y por primera vez, Chiara sintió una punzada de verdadero miedo. Su proximidad era abrumadora, una presencia física que parecía absorber el oxígeno de la habitación.
—Bienvenida a bordo, Signorina Cellini —dijo, su voz era casi un susurro—. Espero que el misterio del lienzo compense la… soledad de su nuevo puesto.
Y con un asentimiento casi imperceptible, se dio la vuelta y salió de la galería, dejándola sola con el guerrero herido y el eco de sus palabras.
Chiara se quedó inmóvil durante mucho tiempo. El aire todavía vibraba con la presencia de Alexei. Se había enfrentado a él, había establecido sus reglas, había ganado concesiones. Pero sabía, con una certeza que le helaba la sangre, que no había ganado nada. Simplemente la habían dejado elegir el diseño de su jaula.