París, Francia
El día comenzó en un silencio artificial.
Chiara se despertó en la suite palaciega, la luz gris de la mañana parisina filtrándose a través de los ventanales. Había dormido poco, su mente era un torbellino de teorías sobre el lienzo, sobre el hombre de los ojos de hielo y sobre la naturaleza del contrato que había aceptado. Se sentía como una científica a punto de entrar en una zona de cuarentena, a la vez excitada y profundamente consciente del peligro.
A las nueve en punto, sin necesidad de una llamada, Alexei Vasiliev la esperaba fuera de su puerta. Llevaba otro traje impecable, esta vez de un carbón oscuro, y sostenía una taza de café humeante en la mano.
—Buongiorno, Signorina —dijo, ofreciéndole la taza—. Asumí que lo tomaría negro. Sin azúcar.
Chiara aceptó el café, sorprendida por el gesto y por la precisión de su suposición. El café era fuerte, amargo y de una calidad excepcional. Era un pequeño recordatorio de que estaba siendo observada, de que cada detalle de su ser estaba siendo analizado y archivado.
—Su suposición es correcta, Signore Vasiliev. Gracias —respondió, su tono era neutro—. ¿Está listo mi laboratorio?
—Lo está. Sígame.
La condujo de vuelta al ascensor privado, pero esta vez, en lugar de bajar al garaje, pulsó un botón sin marcar que se iluminó con una discreta luz azul. El ascensor descendió un nivel y se abrió a un pasillo idéntico al que llevaba a la galería, pero al final había otra puerta de acero. Alexei la abrió, y el olor que recibió a Chiara fue el de la tecnología nueva y la esterilidad.
El laboratorio la dejó sin aliento.
Era un espacio del tamaño de su taller en Florencia, pero ahí terminaba cualquier comparación. Era un santuario de la ciencia del arte, un quirófano para obras maestras. En el centro, un caballete de restauración motorizado esperaba al guerrero herido. A un lado, un cromatógrafo de gases acoplado a un espectrómetro de masas ocupaba una pared entera. Al otro, un sistema de reflectografía infrarroja y fluorescencia de rayos X de última generación estaba listo para disparar sus secretos invisibles.
Era el sueño de todo restaurador. Y su peor pesadilla. Un laboratorio así no se construía de la noche a la mañana. Había sido planeado. La habían estado investigando durante mucho tiempo.
—¿Satisfecha? —preguntó Alexei, observando su rostro.
—Es… adecuado —respondió Chiara, recuperando la compostura y negándose a mostrar su asombro. Caminó por el espacio, rozando con los dedos la fría superficie de acero de una mesa de trabajo—. Espero que el técnico que lo maneja sea tan competente como el equipo.
—No hay técnico —dijo Alexei—. El equipo es suyo. Manuales y soporte técnico en línea. Creemos en la autonomía que usted solicitó.
Chiara se giró para mirarlo. La crueldad de ese gesto era exquisita. Le habían dado el mejor laboratorio del mundo, pero la habían dejado completamente sola en él, sin nadie con quien contrastar una opinión, sin un colega con quien compartir la emoción de un descubrimiento. Un aislamiento perfecto.
—Entendido —dijo ella—. Necesitaré que traigan el cuadro.
Sin una palabra, Alexei salió y regresó minutos después con dos hombres corpulentos que manejaban el lienzo con un cuidado sorprendente. Lo instalaron en el caballete central y se retiraron, dejando a los tres —Chiara, Alexei y el guerrero— en la sala.
—Le dejaré trabajar —dijo Alexei—. El almuerzo se dejará fuera de la puerta a la una. Si necesita algo, use el intercomunicador. Solo yo responderé.
Y se fue, la puerta de acero cerrándose con un siseo neumático que selló a Chiara en su nuevo universo.
Por un momento, el peso del silencio y la soledad la abrumó. Luego, miró al guerrero en el caballete, sus ojos desafiantes pareciendo decirle: ¿Y bien? ¿Empezamos?
Y el miedo fue reemplazado por la emoción de la caza.
Comenzó con la reflectografía infrarroja, un proceso que le permitiría ver a través de las capas de pintura, revelando los bocetos subyacentes, los pentimenti o arrepentimientos del artista. Pasó horas calibrando la máquina, moviendo el escáner sobre la superficie del lienzo, sus ojos fijos en el monitor que traducía lentamente el mundo visible en un fantasma de líneas de carbón.
Fue entonces cuando lo vio.
Debajo de la herida sangrante en el costado del guerrero, había otra cosa. Un boceto preliminar, abandonado por el artista. No era una herida. Era una mano. Una mano femenina, delicada, que había estado originalmente posada sobre el costado del guerrero, casi como una caricia protectora. El artista la había pintado, y luego, deliberadamente, la había cubierto con la brutalidad de una herida abierta.
El corazón de Chiara se aceleró. Esto cambiaba todo. No era un retrato de un soldado solitario. Era un fragmento de una historia más grande. Una historia de dos personas.
Impulsada por el descubrimiento, pasó a la fluorescencia de rayos X, un método que bombardea el lienzo con rayos X para excitar los elementos químicos de los pigmentos, permitiéndole identificar los materiales que usó el artista sin tocar la pintura.