París, Francia
Alexei Vasiliev entró en el laboratorio no con la prisa de un hombre que responde a una llamada, sino con la deliberada calma de un depredador que se acerca a un sonido inesperado en su territorio. No había sorpresa en su rostro, solo una evaluación fría y una pregunta silenciosa en sus ojos de hielo.
Chiara no se había movido. Estaba de pie junto al monitor de la reflectografía, sus brazos cruzados, una figura de desafío silencioso en el corazón de su santuario estéril.
—Ha sido un día productivo, por lo que veo —dijo Alexei, su mirada barriendo la habitación antes de posarse en ella. No era un cumplido. Era una observación.
—Depende de su definición de "productivo", Signore Vasiliev —respondió Chiara, su voz era tranquila, pero resonaba en la quietud—. Si esperaba que pasara la semana calibrando el equipo, entonces no, no lo ha sido. Pero si esperaba que empezara a desentrañar el alma de su cuadro, entonces sí. Lo ha sido.
Señaló el monitor principal, donde la imagen fantasma del boceto subyacente todavía brillaba.
—Venga a ver.
Él se acercó, moviéndose con esa gracia económica y silenciosa que la ponía nerviosa. Se paró a su lado, tan cerca que ella podía sentir la sutil emanación de frío que parecía rodearlo. Su mirada se fijó en la pantalla.
—¿Qué estoy viendo? —preguntó, su tono era el de un hombre que exige un informe, no una explicación.
—Está viendo un asesinato —dijo Chiara sin rodeos—. El asesinato de una historia.
Sus ojos se apartaron de la pantalla y se clavaron en los de ella, agudos y penetrantes.
—Explíquese.
—Debajo de la herida en el costado del guerrero —comenzó ella, usando un lápiz óptico para señalar la forma fantasmal en la pantalla—, el artista originalmente dibujó esto. Una mano. Delicada, pequeña. Indudablemente femenina. Estaba posada aquí, en un gesto que podría ser de consuelo, de protección, o quizás de amor.
Alexei permaneció en silencio, su rostro era una máscara.
—El artista, por la razón que fuera, cambió de opinión —continuó Chiara—. Decidió cubrir esa caricia con una herida. Pero la historia no termina ahí. La herida que vemos ahora, el bermellón sangriento… también es una mentira.
Pasó a la pantalla del espectrómetro, mostrando los picos anómalos en el análisis de pigmentos.
—La herida contiene trazas de azul de cobalto. Un pigmento que no existía en la época de Caravaggio. Alguien, casi dos siglos después de la creación del cuadro, no solo reforzó la idea de la herida, sino que lo hizo usando un pigmento anacrónico. Es como un asesino que deja deliberadamente su huella dactilar en el arma del crimen.
Se giró para enfrentarlo, la emoción de la caza brillando en sus ojos.
—Su cuadro no ha sido simplemente dañado, Signore Vasiliev. Ha sido profanado. Sistemáticamente. Alguien quería borrar a la mujer de esta historia con tanta desesperación que cometió errores. O dejó una pista. Una invitación.
Alexei se apartó de los monitores y caminó hacia el lienzo. Miró al joven guerrero, su rostro indescifrable. El silencio se prolongó. Chiara contuvo el aliento, esperando una orden, una desestimación, cualquier cosa.
Cuando él habló, su voz era diferente. Más baja. Más personal.
—"La belleza de una cicatriz", dijo usted ayer —murmuró, casi para sí mismo—. Parece que alguien prefería la belleza de una cicatriz a la de una caricia.
Se giró hacia ella. Y por primera vez, Chiara no vio al guardián. Vio al estratega. La misma inteligencia fría que había visto antes, pero ahora dirigida no hacia ella, sino con ella, hacia el misterio en el lienzo.
—Lo que me ha mostrado es… excepcional, Signorina —dijo, y la palabra, despojada de toda emoción, sonó como el mayor de los cumplidos—. Supera nuestras expectativas.
—Entonces entenderá por qué necesito la procedencia completa —dijo Chiara, aprovechando la apertura—. La historia de la profanación no está en los pigmentos. Está en el viaje del cuadro. En las manos por las que ha pasado.
Alexei la miró durante un largo momento. La sala pareció encogerse, conteniendo solo la tensión entre ellos.
—Mañana por la mañana —dijo finalmente—. Repasaremos juntos los archivos que tenemos. Aquí.
Fue una concesión inmensa. Y una trampa. No le daría los archivos. Los compartiría con ella, bajo su supervisión. Mantendría el control.
—Estaré lista —respondió Chiara, aceptando el desafío.
Él asintió, una vez. Luego, su mirada se desvió de nuevo hacia el cuadro.
—El guerrero —dijo, su voz de nuevo un murmullo—. ¿Cree que sabía que la mano estaba allí, antes de que la herida la cubriera?
La pregunta la descolocó. Era filosófica, poética. No era la pregunta de un soldado, sino la de un prisionero.
Chiara se acercó y se paró a su lado, ambos mirando el lienzo.
—Creo que sí —susurró—. Creo que la herida le duele más precisamente porque recuerda el calor de la mano que una vez estuvo en su lugar.