PARTE I
CHIARA
El Laboratorio, París
La mañana siguiente llegó con una quietud cargada de expectación.
Chiara no esperó. Desde el amanecer, había estado en el laboratorio, su santuario y su celda, sumergida en un mar de datos. Las imágenes infrarrojas y los espectrogramas de la noche anterior estaban impresos y dispuestos sobre la mesa de luz, formando un mosaico de secretos. La mano fantasma, la herida falsa, el pigmento anacrónico… cada pista era un hilo suelto, y ella sentía que si tiraba del correcto, toda la historia del cuadro se desharía.
Pero necesitaba más. Necesitaba el contexto. Necesitaba la procedencia.
Había algo en Alexei Vasiliev que la intrigaba más allá del miedo. La pregunta que le había hecho sobre el guerrero —¿Cree que sabía que la mano estaba allí, antes de que la herida la cubriera?— resonaba en su mente. No era la pregunta de un matón o un simple guardián. Era la pregunta de un hombre que entendía las cicatrices, que vivía con ellas.
Por primera vez, no lo veía solo como su carcelero, sino como parte del enigma. Él era el guardián del cuadro, sí, pero quizás también era el guardián de su historia, de la verdad que su empleador anónimo quería desenterrar con tanto cuidado y secretismo.
Su pacto de la noche anterior —Repasaremos juntos los archivos que tenemos. Aquí.— había cambiado las reglas. Ya no era una empleada aislada. Se había convertido, de alguna manera, en una colaboradora. Una colaboradora peligrosa, en un juego cuyas reglas aún no entendía, pero una colaboradora al fin.
El intercomunicador sonó a las diez en punto, la voz de Alexei tan tranquila y precisa como siempre.
—Estoy subiendo, Signorina.
Chiara respiró hondo, apartó los planos de su mente y se preparó para la siguiente fase de la batalla. Se preparó para el guardián.
Pero no tenía ni la más remota idea de dónde venía ese guardián, ni de la sangre que acababa de secarse en sus manos.
PARTE II
ALEXEI
Un Muelle en el Sena, París - Una Hora Antes
El aire en el almacén abandonado olía a pescado podrido, a diésel y a traición.
Mathieu Leroux, un informante de bajo nivel en los muelles que a veces trabajaba para la organización Volkov, estaba de rodillas en el suelo de hormigón. Sus vaqueros estaban empapados por el agua sucia del suelo, y temblaba tan violentamente que sus dientes castañeteaban.
Alexei Vasiliev estaba de pie frente a él, perfectamente inmóvil. Parecía una aparición de otro mundo en medio de la mugre, su traje a medida tan impecable como si acabara de salir de una sala de juntas. No había levantado la voz. No había tocado al hombre. Aún no. Sus dos hombres, dos sombras silenciosas, flanqueaban la escena.
—Mathieu —dijo Alexei, su voz era un murmullo tranquilo que cortaba el aire frío—. La lealtad es un concepto simple. Se paga. Y se recompensa. Nosotros te pagamos bien. Pero parece que has encontrado otro comprador para tu mercancía.
—No sé de qué me habla, se lo juro —gimoteó el hombre.
Alexei suspiró, un sonido de genuino aburrimiento. Se acercó y se agachó, quedando a la altura de los ojos aterrorizados del hombre. Su sonrisa era educada, profesional, la misma que usaría con un cliente. Pero no llegó a sus ojos. Sus ojos eran dos pozos de hielo.
—No me insultes con mentiras, Mathieu. Es una falta de respeto. Y yo valoro mucho el respeto. Sabemos que hablaste con los hombres de Moreau. Sabemos que les diste la dirección de este hotel. La ubicación de nuestra nueva… adquisición. Creíste que era una información sin importancia, un pequeño extra para ganarte el favor de un nuevo amo.
El rostro de Mathieu se descompuso. La negación se convirtió en puro pánico.
—Ellos me obligaron…
—Nadie te obligó. Viste una oportunidad. Y la tomaste —dijo Alexei, su voz seguía siendo suave—. Comprendo la ambición. Lo que no tolero es la estupidez. Y venderle información a un muerto viviente es, sin duda, la estupidez más grande de todas.
El hombre se rompió. Sollozó, suplicó, ofreció nombres, lugares, cualquier cosa para salvar su vida.
Alexei asintió, escuchando pacientemente. Se levantó y se alisó los pantalones.
—Gracias por tu cooperación, Mathieu. Ha sido… esclarecedora.
Se giró hacia uno de sus hombres y le tendió la mano. El hombre le entregó una pistola equipada con un silenciador. Alexei la tomó con la familiaridad de un artesano recogiendo su herramienta favorita.
Mientras lo hacía, por un instante fugaz, la imagen del rostro aterrorizado de Mathieu se superpuso con un recuerdo. Un callejón helado en San Petersburgo. Él, mucho más joven, hambriento, desesperado, acorralado por hombres a los que les debía dinero. Recordó el sabor del miedo, la certeza de la muerte. Y luego, la aparición de un joven que aún no era el Zar, un lobo solitario con ojos que veían el mundo en llamas. Dimitri no le había ofrecido piedad. Le había ofrecido un arma y un propósito. Lo había salvado, no de la muerte, sino de la debilidad.