CHIARA
El Laboratorio, París
El mundo exterior se desvaneció.
Para Chiara, el laboratorio se convirtió en una cápsula del tiempo, y el expediente que Alexei había traído, en un mapa a través de los siglos. Se sumergió en los registros con la concentración de un cirujano. Alexei se sentó frente a ella, en un silencio absoluto. No miraba su teléfono. No parecía impaciente. Simplemente observaba, su quietud era una forma de presión, una presencia constante que le recordaba que no estaba sola, que cada uno de sus movimientos era medido.
Los archivos eran un laberinto de nombres y fechas. Subastas en Nápoles, ventas privadas en Viena, un inventario de un palacio veneciano en 1902. El cuadro había pasado de mano en mano, siempre bajo el ambiguo título de "Escuela de Caravaggio", siempre una pieza de interés secundario en colecciones mucho más grandes. Era un fantasma que se deslizaba por la historia del arte sin dejar una marca real.
—Aquí —dijo Chiara de repente, su dedo índice deteniéndose en una línea de un manifiesto de carga de 1943—. El cuadro fue confiscado en Roma. Por los nazis.
—Lo sabemos —dijo Alexei, su voz era un murmullo neutro—. Fue parte del expolio del oficial Hermann Göring. Estuvo en su colección personal en Carinhall hasta el final de la guerra.
—Sí, pero mira esto. —Chiara señaló otro documento, un registro de restitución de la posguerra fechado en 1948—. El cuadro fue devuelto. Pero no a la familia a la que se lo robaron, los Montefiore. Fue reclamado y entregado a un hombre llamado Karl Weber, un comerciante de arte suizo con una reputación… turbia. Los Montefiore, según esta nota al pie, perecieron en Auschwitz. Sin herederos directos.
El silencio volvió a caer sobre la mesa. La tragedia de una familia aniquilada, reducida a una nota al pie en la biografía de un cuadro.
—El viaje de la obra de arte a menudo está manchado de sangre, Signorina —dijo Alexei, su tono desprovisto de emoción.
—La sangre se puede limpiar —replicó Chiara sin levantar la vista—. Pero siempre deja una mancha. Una que los rayos X pueden ver. —Dejó los archivos de la guerra y pasó a un catálogo de una pequeña galería de Londres en la década de 1970. El cuadro había sido vendido de nuevo—. Y aquí está el primer hilo suelto.
Sus ojos brillaban con la emoción de la caza.
—En el catálogo de 1889, la descripción menciona "un joven guerrero con una herida en el hombro". En el inventario de Göring, "guerrero con herida sangrante". Pero aquí, en 1972, la descripción cambia: "Retrato de un joven con armadura". La herida… ha desaparecido.
Levantó la vista y sus ojos se encontraron con los de Alexei.
—Alguien, entre 1948 y 1972, cubrió la herida. La borró. Y basándome en los pigmentos que encontré bajo el repinte actual, creo que también fue entonces cuando se añadió esta nueva herida, la falsa. —Se reclinó en su silla, el rompecabezas comenzando a tomar forma en su mente—. No tenía sentido. ¿Por qué borrar una herida para pintar otra? A menos que la herida original fuera una clave. Una firma. Algo que identificara al verdadero artista. Algo que el nuevo propietario quisiera ocultar desesperadamente.
ALEXEI
El Laboratorio, París
Alexei la observó trabajar, y por primera vez desde la traición de Anya, sintió una emoción que no era ni desprecio ni sospecha. Era una forma de admiración a regañadientes.
No era solo su inteligencia. Era su pasión. La forma en que sus ojos se iluminaban al encontrar una pista, la manera en que sus dedos trazaban las líneas de los viejos documentos como si pudiera leer la historia en su textura. Se movía en su mundo de secretos y verdades ocultas con la misma confianza depredadora con la que él se movía en el suyo. Eran dos caras de la misma moneda: ella desenterraba la verdad; él la enterraba.
La lealtad que ella profesaba a la obra de arte le recordaba a la suya propia hacia Dimitri. Era una devoción absoluta, inquebrantable, una fuerza que la definía. Y esa pureza de propósito era a la vez fascinante y peligrosamente atractiva.
Cuando ella señaló la discrepancia en los catálogos, él ya lo sabía. Habían pasado meses investigando esos mismos archivos. Pero verla llegar a la misma conclusión en cuestión de horas, conectando los datos de los documentos con sus hallazgos científicos, fue como ver a un maestro componer una sinfonía.
—Karl Weber —dijo Alexei, su voz era un murmullo calculado. Le estaba dando el siguiente hilo, una prueba para ver qué hacía con él—. El comerciante suizo. Murió en 1985. Su galería quebró y sus posesiones fueron subastadas. El cuadro desapareció en una colección privada y no resurgió hasta hace seis meses, cuando nuestro empleador lo adquirió.
Ella lo miró, sus ojos color avellana llenos de una intensidad que lo desarmó.
—¿Y los archivos de Weber? ¿Sus registros privados?
—Perdidos. O eso dice la historia oficial —respondió él, sin revelar que había pasado las últimas dos semanas cazando esos mismos registros a través de media Europa.
Ella se levantó y caminó hacia el cuadro, que descansaba en su caballete como un dios durmiente.