CHIARA
Roma, Italia
Volver a Roma fue como respirar después de haber estado conteniendo el aliento demasiado tiempo.
El viaje desde París se había realizado en el silencio presurizado de un jet privado que era más una oficina de guerra voladora que un medio de transporte. Chiara se había sentado frente a Alexei, cada uno inmerso en sus propios archivos, una tregua tácita en el aire entre ellos. Pero en cuanto las ruedas del avión tocaron la pista del aeropuerto de Ciampino y la puerta se abrió, el aire cambió.
El sol de la tarde romana la golpeó con una calidez familiar, el aire olía a pino, a asfalto caliente y a historia. Era el aroma de su hogar, de su infancia, de una libertad que ahora parecía un sueño lejano.
No los esperaba un taxi. Los esperaba un Maserati Quattroporte negro, con los cristales tintados y un conductor con un traje tan impecable como el de Alexei. La jaula simplemente había cambiado de forma, volviéndose más rápida y elegante.
Mientras el coche se deslizaba por las calles de Roma, pasando por las ruinas del Foro y la majestuosidad del Coliseo, Chiara sintió una punzada de dolor. Estaba viendo su ciudad como una turista, como una prisionera en una visita guiada. No se dirigían a su pequeño apartamento en Trastevere ni a la trattoria de su familia. Se dirigían a un palacio del siglo XVII con vistas a la Piazza Navona, una propiedad que, según le informó Alexei con una tranquilidad escalofriante, "pertenecía a la empresa".
La suite que le asignaron era más grande que todo el piso de sus padres. Tenía frescos en el techo y un balcón que se abría a la cacofonía de la plaza. Era exquisita. Y era la celda más hermosa que había visto jamás.
—El director del Archivo del Estado nos recibirá en una hora —dijo Alexei desde la puerta, su voz era un ancla que la devolvía a la realidad—. Esté lista.
Chiara se giró desde el balcón.
—¿Y cómo, exactamente, ha conseguido una audiencia con el hombre más inaccesible de la burocracia italiana con tan poca antelación? La lista de espera es de años.
Alexei la miró, y por primera vez, vio una grieta de humor en su máscara de hielo.
—Digamos que le hemos hecho una donación a su fondo de pensiones privado que no ha podido rechazar.
Y con eso, se fue, dejándola con la cruda realidad de que el hombre para el que trabajaba no abría puertas. Las derribaba con arietes de oro.
ALEXEI
Roma, Italia
Alexei odiaba Roma.
La odiaba con la fría y tranquila pasión de un hombre al que no le gustaban las variables incontrolables. Roma era un caos de historia, de pasión, de reglas que se doblaban y se rompían. Era una ciudad de susurros y miradas, un lugar donde las lealtades eran tan antiguas y enrevesadas como sus propias catacumbas. Era un mal lugar para los negocios. Y un lugar aún peor para los fantasmas.
Mientras estaba de pie en el balcón de su propia suite, observando a Chiara en el suyo, sintió la advertencia de Dimitri como un escalofrío en la nuca. Asegúrate de que no desentierre los tuyos.
Hacía quince años, en una callejuela no muy lejos de aquí, un Alexei mucho más joven y mucho más desesperado había aceptado su primer contrato para Dimitri. No había sido limpio. No había sido silencioso. Había dejado un rastro, un fantasma que había pasado la última década y media asegurándose de que permaneciera enterrado. Y ahora estaba de vuelta, trayendo a una mujer cuyo único propósito en la vida era desenterrar la verdad. La ironía era tan afilada como un cuchillo.
La vio cerrar los ojos, respirando el aire de su ciudad. Vio la tensión en sus hombros relajarse por un instante. Vio a la mujer debajo de la restauradora, a la italiana que había vuelto a casa. Y sintió una punzada de algo que se parecía peligrosamente a la envidia. Ella tenía raíces. Él solo tenía lealtad.
La traición de Anya le había enseñado a ver a las mujeres como amenazas potenciales, pozos de debilidad. Pero Chiara no encajaba en ese molde. No usaba la seducción; usaba el intelecto. No buscaba debilidades; buscaba la verdad. Y eso, se dio cuenta Alexei, era infinitamente más peligroso. Porque una seductora podía ser comprada o descartada. Pero una buscadora de la verdad… una buscadora de la verdad podía desenterrar los cimientos de tu mundo y ver cómo todo se derrumbaba.
Sacudió el pensamiento de su mente. Era una inversión. Un activo. Y él era su guardián. Nada más.
EL ARCHIVO
Archivo del Estado, Roma
El director del Archivo del Estado era un hombrecillo sudoroso con un traje que le quedaba pequeño y una sonrisa nerviosa. Los saludó con una reverencia que era a la vez obsequiosa y resentida. Los condujo por pasillos silenciosos que olían a polvo y a papel antiguo, hasta una sala de investigación privada.
—Todos los archivos de la colección Montefiore que sobrevivieron a la guerra están aquí —dijo, señalando una pila de cajas de cartón atadas con cinta—. Tienen la sala para ustedes solos. Tómense… el tiempo que necesiten.
Y con eso, prácticamente huyó.