CHIARA
El Palazzo, Roma
Las palabras de Alexei —Pero el alma… el alma que Cecco pintó… era la mía— no cayeron al suelo. Se quedaron suspendidas en el aire de la suite, tan pesadas y reales como el mármol bajo sus pies.
En ese instante, el mundo de Chiara se reconfiguró. El miedo que había sentido se evaporó, reemplazado por una emoción abrumadora que no supo nombrar. No era lástima. La lástima habría sido un insulto para un hombre como él. Era… resonancia. La sensación de un restaurador que, al quitar una capa de suciedad, encuentra debajo no solo la pintura original, sino un corazón que todavía late.
Vio el pánico en sus ojos un segundo después de la confesión. El arrepentimiento inmediato y violento del soldado que ha abandonado su puesto. Vio cómo luchaba por reconstruir sus muros, por volver a ser la fortaleza de hielo.
Chiara supo que cualquier cosa que dijera en ese momento sería un error. Un "lo siento" sería condescendiente. Un "gracias por decírmelo" sería presuntuoso. Así que hizo lo único que su instinto de restauradora le dictó: honró la fragilidad del momento con silencio.
Simplemente asintió. Una vez. Un gesto lento y deliberado que no juzgaba, no compadecía, solo… aceptaba. Aceptaba su verdad como una capa más de la historia que ahora compartían.
Ese gesto pareció ser el ancla que él necesitaba. La tormenta en sus ojos no se calmó, pero se retiró a las profundidades. La máscara de control volvió a su lugar, pero esta vez, Chiara podía ver las finas grietas que la surcaban.
—El coche espera —dijo él, su voz era un murmullo ronco, y se giró sin esperar respuesta, dejando claro que la confesión había terminado.
ALEXEI
En el aire, entre Roma y París
El silencio en el jet privado era una tortura.
En el vuelo de ida, había sido un silencio profesional, cómodo. Ahora, era el silencio de un secreto compartido, una bomba sin detonar en el centro de la cabina.
Alexei fingía leer informes en su tableta, pero las cifras y las palabras se arremolinaban sin sentido. Su mente estaba atrapada en un bucle, repitiendo su propia voz diciendo esas palabras, las palabras que había jurado nunca pronunciar.
Se sentía expuesto. Desarmado. La traición de Anya había sido una herida calculada, una debilidad explotada por el enemigo. Pero esto era diferente. Esto había sido una rendición. Le había entregado a Chiara un arma, una llave a la cripta donde enterraba a sus fantasmas, y lo había hecho voluntariamente.
¿Por qué?
La pregunta lo atormentaba. Fue su pregunta —¿es un autorretrato?—. La forma en que la hizo, sin malicia, sin curiosidad morbosa, sino con la búsqueda honesta de la verdad. Había mirado al verdugo y, en lugar de ver a un monstruo, había preguntado por su alma.
Nadie le había preguntado nunca por su alma.
Su reacción en el archivo había sido una debilidad catastrófica. Y su confesión en el palazzo, una locura. Había roto la primera y más importante de sus reglas: nunca revelar nada. El control lo era todo. Y lo había perdido.
La miró por encima de la pantalla de la tableta. Estaba dormida, o fingía estarlo, su cabeza apoyada contra la ventanilla, el paisaje nocturno de Europa pasando como un borrón debajo de ellos. Parecía… pacífica. No parecía una mujer que acabara de recibir la confesión de un asesino. Parecía una erudita cansada después de un largo día de investigación.
Y eso era lo que lo aterrorizaba. Su calma. Su aceptación. Era un lenguaje que él no entendía, y por lo tanto, una amenaza que no podía calcular.
La orden era clara en su mente: volver a París, acelerar su trabajo, pagarle generosamente y sacarla de su vida. Debía reforzar los muros. Debía asegurarse de que la llave que le había dado nunca más pudiera ser usada. Debía volver a ser el fantasma que ella creía que él era.
CHIARA
El Laboratorio, París - La Mañana Siguiente
Cuando Chiara entró en el laboratorio al día siguiente, el aire era diferente. La galería se sentía más silenciosa. El cuadro en el caballete parecía más vivo, más trágico. Ya no era un objeto de arte. Era un testamento.
Trabajó durante horas, sumida en un silencio casi monástico. Estaba preparando sus disolventes, calibrando sus herramientas, planeando el primer y más delicado toque sobre el lienzo. Pero su mente no estaba solo en la química de los pigmentos. Estaba en la alquimia de un alma.
Ahora entendía la obsesión del misterioso "Dimitri" con este cuadro. No estaba comprando arte. Estaba intentando reclamar una parte de su hombre más leal. Estaba intentando, a su manera brutal y posesiva, restaurar el alma de su verdugo.
El peso de esa responsabilidad la abrumaba. Su trabajo ya no era solo por la historia del arte. Era por el hombre que la observaba a través de las cámaras.
Al mediodía, la puerta del laboratorio se abrió. Alexei entró. No dijo nada. Simplemente caminó hacia la mesa de trabajo y depositó un libro sobre ella. Era una primera edición, encuadernada en cuero, de un oscuro tratado del siglo XVII sobre las técnicas de los Caravaggisti, los seguidores de Caravaggio. Un libro tan raro que Chiara solo lo había visto en fotografías.