CHIARA
El Laboratorio, París
El aire en el laboratorio era el de un santuario en la víspera de un milagro.
Durante dos días, Chiara había vivido en un silencio monástico, rodeada por el zumbido de sus máquinas y la mirada silenciosa del guerrero en el caballete. La confesión de Alexei en Roma había cambiado la atmósfera. Ya no se sentía como una prisionera, sino como una confidente. Una guardiana de un secreto tan pesado y frágil como el lienzo que tenía delante.
El muro que él había reconstruido entre ellos era real, palpable en su ausencia y en sus interacciones breves y formales. Pero el conocimiento de su alma compartida con el cuadro era un puente invisible que los conectaba a través del silencio.
Hoy era el día. Después de interminables análisis y pruebas en áreas de muestra microscópicas, estaba lista para el primer toque real. El primer intento de quitar un velo.
Su objetivo era un área diminuta en el manto del guerrero, un parche de oscuridad opaca que sus análisis habían revelado como una adición posterior. Debajo, los espectrogramas prometían un tesoro: un rastro del azul lapislázuli original, un pigmento tan caro en el siglo XVII que se reservaba para el manto de la Virgen o para los patrones más ricos.
Su mano no temblaba. Años de entrenamiento la habían convertido en un instrumento de precisión. Mezcló un gel disolvente, una receta suya, tan suave que apenas alteraría el barniz original. Lo aplicó con un hisopo de algodón enrollado a mano en la punta de un palillo de bambú, su toque tan ligero como el de un ala de mariposa.
El tiempo se disolvió. Su mundo se redujo a ese centímetro cuadrado de lienzo. El olor a trementina y a aceite de lavanda llenaba sus pulmones. Podía sentir el eco de la mirada de Alexei a través de las cámaras, una presencia invisible que la hacía trabajar con una concentración aún más feroz.
Después de una hora, con una paciencia casi divina, retiró el gel con otro hisopo. Y entonces, lo vio.
Un destello. Un fragmento del azul más puro y vibrante que jamás había visto. Era como encontrar una estrella en mitad de la noche. Un pedazo del cielo original, sepultado durante siglos bajo una capa de mentiras y oscuridad.
Un grito ahogado de triunfo escapó de sus labios. Era más que un pigmento. Era la primera palabra de la verdad. La primera nota de una canción olvidada. Y sintió una necesidad abrumadora, irracional, de compartirla. No con un colega, no con un diario. Con él. Con el guardián. Con el alma perdida que, de alguna manera, estaba restaurando junto con el lienzo.
ALEXEI
Bruselas, Bélgica - Esa Misma Tarde
La lluvia caía sobre los tejados de Bruselas, un velo gris que envolvía la ciudad en una melancolía silenciosa.
Desde el interior de una furgoneta de vigilancia aparcada al otro lado de la calle de una elegante casa de ladrillo, Alexei Vasiliev observaba su objetivo. No había melancolía en su mirada. Solo un enfoque frío y absoluto.
Su trabajo sucio rara vez era ruidoso. La violencia era el último recurso, el instrumento de los incompetentes. Su verdadero arte era la información. La infiltración. La destrucción silenciosa de un enemigo desde dentro.
El objetivo era un banquero belga, Luc de Vries, un hombre con un gusto por el arte caro y un talento para lavar dinero. Había estado sirviendo a dos amos, moviendo discretamente fondos de los rivales de Volkov a través de una red de cuentas en el Caribe. Era un tumor que debía ser extirpado.
Durante las últimas cuarenta y ocho horas, el equipo de Alexei había despojado la vida de De Vries hasta los huesos. Tenían sus registros bancarios, sus correos electrónicos encriptados, y lo más importante, su debilidad. No era una amante ni el juego. Era su hija de diecisiete años, una estudiante de arte con un prometedor talento y una confianza ciega en su padre.
Alexei observaba en el monitor una fotografía de la chica, sonriendo en una exposición de arte. Por un instante, la imagen de Chiara se superpuso en su mente: la misma pasión en los ojos, la misma dedicación a la belleza. Apartó el pensamiento con una violencia interna. La comparación era un veneno. Una distracción.
—Está en movimiento —dijo uno de sus hombres a su lado.
Vieron a De Vries salir de su casa, subirse a su Bentley y alejarse. No iba a su banco. Se dirigía a un encuentro con sus otros socios. El encuentro que lo condenaría.
Alexei no lo siguió. Su trabajo aquí casi había terminado. Levantó su teléfono seguro y marcó un número.
—Viktor —dijo, su voz era un murmullo—. Tienes luz verde. El paquete está en camino. Asegúrate de que nuestros amigos de la Interpol reciban la entrega anónima en el momento justo. Quiero que lo atrapen con las manos manchadas de tinta.
Colgó. No habría disparos ni sangre. La vida de Luc de Vries no terminaría. Simplemente se desmoronaría. Se enfrentaría a décadas en prisión, su nombre sería sinónimo de escándalo, sus activos serían congelados y su hija lo miraría con la misma decepción con la que él, Alexei, miraba al mundo. Era un final mucho más cruel que una bala.