CHIARA
El Laboratorio, París
El silencio que dejó Alexei a su paso era peor que su grito. Era un silencio denso, pesado, lleno de la violencia de sus palabras y la amenaza de sus ojos.
Chiara se quedó de pie en medio de su santuario, que ahora se sentía como la celda de un condenado a muerte. Su corazón martilleaba contra sus costillas, un tambor de guerra aterrorizado. El instinto le gritaba que huyera. Que hiciera las maletas, rompiera el contrato y desapareciera en la noche antes de que la guerra en la que se había tropezado la devorara.
Pero entonces, sus ojos se posaron en el cuadro.
El guerrero en el lienzo la miraba, su expresión ya no era solo de desafío, sino de súplica. Había sido marcado por esa serpiente. Había sido enterrado bajo capas de mentiras. Y ella era la única en el mundo que sabía cómo liberarlo.
La restauradora en ella se negó a retroceder. El miedo era una oleada helada, pero su curiosidad, su necesidad de verdad, era una marea más profunda y poderosa.
Algunos fantasmas es mejor dejarlos en sus tumbas.
La advertencia de Alexei resonaba en su mente. Pero un restaurador no teme a los fantasmas. Un restaurador los busca. Les da voz.
Con manos temblorosas, no por el miedo, sino por una nueva y aterradora determinación, se acercó a su consola. Vio que, tal como él había dicho, su acceso a la red exterior había sido cortado. Estaba aislada. Una prisionera.
Pero él había cometido un error. Un pequeño descuido en su furia. No había borrado la caché de su espectrómetro. Las imágenes originales del símbolo seguían allí, enterradas en la memoria a corto plazo de la máquina.
Con una precisión quirúrgica, transfirió los archivos a una unidad de estado sólido encriptada, no más grande que su uña. Un pequeño acto de rebelión. Un seguro de vida. O una sentencia de muerte. Aún no sabía cuál.
Luego, con un suspiro que fue a la vez un rezo y una declaración de guerra, se giró hacia el lienzo.
—De acuerdo —susurró al guerrero herido—. Si no puedo desenterrar a tu fantasma, entonces restauraré tu cuerpo a la perfección. Le daré al mundo una obra maestra tan innegable que nadie podrá volver a enterrarte.
Y comenzó a trabajar, no como una empleada, sino como una conspiradora. Cada pincelada era un acto de desafío.
ALEXEI
El Ático, París
La furia era un veneno negro en las venas de Alexei.
Entró en el ático y, por primera vez, la calma de su santuario no pudo apaciguarlo. Se dirigió directamente al bar y se sirvió un vodka, bebiéndolo de un solo trago, el líquido helado no hizo nada para apagar el fuego en su interior.
Había perdido el control. Había gritado. Había revelado la existencia de una guerra que debería haber permanecido en las sombras más profundas. Había mostrado una debilidad imperdonable frente a ella.
El símbolo. Verlo de nuevo, después de tantos años, había sido como si la tumba de su pasado se hubiera abierto de par en par. Vio los rostros de los hombres que llevaban esa marca, los arquitectos de la ruina de la familia Volkov. Vio el rostro del hombre que había matado al padre de Dimitri.
Su lealtad al Zar no era solo un pago por haber sido salvado. Era una deuda de sangre. Una promesa de exterminio.
Y ahora, Chiara, la restauradora, la luz inesperada en su mundo de sombras, había tropezado con el corazón de esa oscuridad. Y al hacerlo, se había convertido en un peligro existencial.
No para ellos. Para sí misma.
Sabía lo que Dimitri haría si se enteraba. El protocolo era claro. Cualquier persona que tuviera conocimiento de la Zmeya —la Serpiente— debía ser silenciada. Permanentemente. Sin excepciones. Dimitri no dudaría en sacrificarla para proteger la misión, para proteger el secreto que definía su guerra.
Y por primera vez en su vida, Alexei se encontró en una posición imposible. Atrapado entre su lealtad inquebrantable y un instinto protector hacia Chiara que no podía explicar ni justificar.
Protegerla significaba mentirle a Dimitri. Y mentirle a Dimitri era una traición impensable.
Tomó su teléfono seguro, sus dedos moviéndose con una precisión helada. No llamó a Dimitri. Llamó a su equipo de contrainteligencia en Moscú.
—Quiero un barrido completo de Chiara Cellini —dijo, su voz era un susurro letal—. Familia, amigos, antiguos amantes, colegas académicos. Cada correo electrónico que haya enviado, cada llamada que haya hecho. Quiero saber si alguna vez ha escuchado el nombre "Rostov" o "Volkov" antes de conocernos. Quiero saber si su encuentro con nosotros fue una coincidencia… o un diseño. Denme un mapa de su alma. Y lo quiero para ayer.
Colgó. Era una orden nacida de la paranoia. Y de la desesperación.
Necesitaba saber si ella era una inocente que había tropezado con una bomba, o si ella misma era la bomba. Porque si era lo primero, tal vez, solo tal vez, podría encontrar una manera de protegerla.